Distopía postapocalíptica

Metro 2034

Por Dmitry Glukhovsky

Minotauro. 368 páginas

 

El año pasado, un tribunal ruso, de esos que obedecen al Kremlin como la mano al cerebro, condenó a ocho años de cárcel al escritor Dmitry Glukhovsky (Moscú, 1979) por opinar libremente en su blog sobre la invasión a Ucrania. Lo acusaron de agente extranjero y de divulgador de historias falsas sobre el Ejército. La Federación Rusa lo colocó en su lista de “búsqueda y captura”. Gracias a Dios, Glukhovsky pudo escapar del largo brazo del terror zarista. Vive en el extranjero. Pensar que hay miles de argentinos que admiran al déspota Vladímir I.

El sello Minotauro trajo a la Argentina la segunda entrega de la saga Metro que hizo famoso a Glukhovsky y lo convirtió en un hombre rico al saltar al segmento más redituable del entretenimiento postmoderno: los videojuegos.

Metro es una distopía postapocalíptica. Imagina que miles de rusos sobrevivieron a la guerra nuclear y bacteriológica en el refugio más grande que haya construido la mano del hombre: la red de subterráneos de Moscú.

Después de veinte años, en esa densa red de túneles de casi 300 kilómetros de largo se ha desarrollado una precaria civilización con diferentes castas y gremios en perpetuo estado de guerra contra otros humanos y contra mutantes grotescos surgidos del infierno radiactivo. También deben cuidarse de criaturas sobrenaturales. La Era de la Humanidad ha terminado, nos advierte el autor.

Metro 2034 fue publicada por primera vez en 2009. Es difícil hablar de méritos literarios. Como su antecesora, nació en Internet como una novela interactiva, enriquecida con las sugerencias de los lectores. “Un libro de código abierto, modificado y mejorado como un software", se ufana el autor. Esta columna es de la vieja escuela. Cree una novela no tolera muchas manos en el plato.

En honor a la verdad, parece más una manufactura que un libro. Los personajes y la prosa son planos; incluye el texto casi todos los defectos que suelen enmendarle los tiquismiquis al género de ciencia ficción. El manejo de la metáfora hace rechinar los dientes. Verbigracia: “Los pensamientos y complejidades de ambos encajarían como dos esquirlas de las destrozadas vidrieras de la Novoslobodskaya”. Literatura de supermercado, la llamaría el crítico Sergio Crivelli.

No obstante, hay una virtud que no puede negarse a Metro 2034. Sacia la sed de aventuras que abrasa a la mayoría los lectores corrientes. La trama se trata básicamente de un viaje, plagado de peligros y secretos. Los habitantes de Sevastopolskaya, una especie de Esparta de las profundidades, comprueban con estupor que cada misión que han despachado a otras estaciones en busca de pertrechos no ha regresado. Se agotan las existencias.

En una misión desesperada para restablecer las comunicaciones envían al colosal brigadier Hunter, que reapareció misteriosamente hace poco, y al veterano Homero, un hombre que sueña con escribir su Odisea, pero aún le falta encontrar un héroe. Una segunda línea narrativa involucra a un trapero de ese mundo devastado y a su hija Sasha. Naturalmente, los dos hilos terminan convergiendo.

Es triste ver que todo aquel que hoy venda en Rusia libros de Glukhovsky -o cualquier mención en la prensa rusa- tienen que añadir por ley que se trata de “un agente extranjero”. No hace falta -como se ve- una hecatombe nuclear para convertir países enteros en un lugar irrespirable.

“Putin se ha convertido en un usurpador, un dictador que no sólo oprime a su propio pueblo, sino que ha causado horribles penurias y crímenes de guerra”, denunció no hace mucho el escritor en una entrevista.