Del tedio con la religión, o la religiosidad tediosa

 

Por Guille Félix

El habla en el silencio

Blatt & Ríos. 200 páginas

 

Si hay algo a lo que hoy en día el mundo literario da la espalda es a la esfera religiosa del hombre. Esta novela, El habla en el silencio, del argentino Guille Félix, se sumerge en el ámbito religioso. Pero quienes esperan encontrar un desafío a la mentalidad moderna nacido desde la fe, deberán seguir esperando.

La vida dentro de un seminario que se propuso mostrar el autor va en sentido contrario: demostrar que las vivencias de los jóvenes que estudian allí no distan tanto de las que pueden tener fuera del mismo.

Es cierto que tienen momentos de oración, de misa o de asistencia en alguna parroquia. Pero Félix (Pilar, 1989) se muestra más atento a los desplazamientos y las labores pastorales que al misterio o la trascendencia. Y el resultado es un ambiente gris, rutinario, apagado, aburrido, distante.

La historia está narrada por un joven ingresante al seminario, cuyo nombre no conocemos, que se debate entre lo que considera su vocación y su resistencia a todo lo referente a la fe. Apático, desinteresado, arrastra los pies para ir a misa, revolea los ojos cuando tiene que misionar, se esconde en la biblioteca para no estudiar, no quiere levantarse de la cama, no se confiesa y mira películas a escondidas, junto con otros.

Contada en primera persona, la acción -que no es tanta, ni aporta gran cosa- alterna con el flujo de la conciencia del protagonista a lo largo de todo su primer año, un período que se nos presenta segmentado según los tiempos litúrgicos en un seminario que parece situarse en la provincia de Buenos Aires.

En primer plano queda ese conflicto interior y el trato que entabla con los otros alumnos, una galería de personajes que pretende ser un fresco de los distintos tipos humanos que componen la Iglesia. Hay tercermundistas (Julián); conservadores, aquí llamados “engominados” (Facundo); piadosos (Jerónimo) y “neutros” como él. Pero incluso ese trato está teñido de la misma frialdad y distancia.

Guille Félix, que fue él mismo un seminarista, ofrece en su primera novela un cuadro deslucido sobre ese ambiente y sobre la vida de fe misma, que resulta en extremo estereotipado. Un cuadro donde los seminaristas más serios se muestran como ridículos, donde no faltan el obispo vanidoso, ni las deserciones ni el sacerdote afeminado al que llaman “La tía”, y donde la homosexualidad está sugerida.