Un 17 de enero de 2008 moría quien es considerado el mayor genio del ajedrez: Bobby Fischer. Como tantos otros, fue desafortunado a la edad en que todos, idealmente, deberían ser dichosos: la época de la niñez.
Un desacuerdo hogareño, la separación de sus padres, lo llevó dolorosamente, a los dos años de edad, a vivir un hecho que no podía entender. Su hermanita Joan, con sólo seis años, tampoco podía comprender muchas cosas. Así y todo desempeñó una tarea marcada por su lógica inexperiencia: la tarea de madre. Fueron dos seres lastimados que compartieron dramáticamente la impiedad de la tristeza. Y así fue creciendo Robert Fisher.
Pasó el tiempo y lógicamente se hizo taciturno y huraño y simultáneamente altivo y silencioso. El ajedrez, ese juego sin palabras, esa tensa lucha de las ideas y de la imaginación, lo atrapó. Fue quizá el más grande ajedrecista de todos los tiempos. Pero también la demostración más acabada que las oportunidades llegan para todos, pero que no todos están preparados para aprovecharlas.
Pensar que la misma mente que le permitió llegar a la cumbre del ajedrez no le posibilitó la coherencia mental que necesitaba. Y a los 29 años, el 2 de septiembre de 1972, ya considerado como un genio del tablero, le arrebató el título de campeón mundial al maestro ruso Boris Spassky.
Ya era el mejor de todos pero ni siquiera el brillo de su fama le borró el recuerdo de la prematura oscuridad de su infancia desolada.
Y en 1975, este extraño productor de imprevistos, perdió su corona ante Anatoly Karpov, sin jugar, en desacuerdo con las reglas de la Federación Internacional de Ajedrez.
RECLUSION
Inició entonces una reclusión que duró veinte años. Durante los mismos vivía en hoteles de ínfima categoría. Pero su habitación estaba inundada de libros sobre ajedrez que leía y estudiaba como poseído por una obsesión.
Fue enorme la cantidad de logros que obtuvo. Por ejemplo, con sólo 14 años, se coronó campeón de ajedrez de los Estados Unidos en mayores. Pero junto a esas hazañas, tenía a nivel humano exigencias desmedidas. Con la sala donde debía jugar, con la luz, con el sonido, con el público. Era realmente intemperante.
En una nota que escribió para una revista norteamericana Fischer expresó que su mayor placer en ajedrez no consistía en vencer al adversario, sino en aplastarlo y humillarlo. Y expresó también en esa nota, con una sinceridad inusual: “Si fuera asesino, me gustaría matar, pero lentamente. Para que mi víctima sufriera lo más posible”. “Y no soy asesino, no porque no tenga deseos de serlo, sino por mi temor a ir a la cárcel”, agregó.
Pero estuvo detenido ocho meses en Japón en el año 2004, no por asesinato sino por adulteración de pasaporte. Solicitó entonces asilo político a Islandia cuyo embajador en Japón había sido ajedrecista. El diplomático gestionó su libertad y simultáneamente su radicación en Islandia, un país ubicado cerca del Polo.
A los 62 años se radicó en Reikiavik, la capital de ese remoto país. Allí vivió en un departamento con vista al Océano Atlántico. Pero tampoco se adapto a ese país pacífico, tolerante, ni a la calidez de sus habitantes.
Se lo veía caminar silencioso sin responder a los cordiales saludos de la gente.
No resulta difícil diagnosticar, que fue también, junto a un genio ajedrecístico, un enfermo mental.
Tenía ya 49 años y miles de días sin siquiera pensar en el ajedrez, cuando aceptó jugar un match con el hombre al que había despojado del titulo de campeón mundial: Boris Spassky.
Corría el año 1992. Desde ya que fue derrotado fácilmente. Entrevistado por periodistas declaró: “Sí, perdí con Spassky, pero confieso que no solo no podría ganarle dado que no me prepare para hacerlo, sino que tampoco me interesaba triunfar. Sólo quería obtener los 150.000 dólares que me asignaron. En fin”.
A los 64 años, víctima de una severa insuficiencia renal, Bobby Fischer -que visitó cinco veces nuestro país- moría en casi total soledad en un país que no era el suyo. Él había nacido en los Estados Unidos rodeado por seres humanos que seguramente no lo apreciaban.
Y un aforismo final para este genio del ajedrez: “Triunfo y derrota suelen estar cerca. Y a veces juntos”.
Un desacuerdo hogareño, la separación de sus padres, lo llevó dolorosamente, a los dos años de edad, a vivir un hecho que no podía entender. Su hermanita Joan, con sólo seis años, tampoco podía comprender muchas cosas. Así y todo desempeñó una tarea marcada por su lógica inexperiencia: la tarea de madre. Fueron dos seres lastimados que compartieron dramáticamente la impiedad de la tristeza. Y así fue creciendo Robert Fisher.
Pasó el tiempo y lógicamente se hizo taciturno y huraño y simultáneamente altivo y silencioso. El ajedrez, ese juego sin palabras, esa tensa lucha de las ideas y de la imaginación, lo atrapó. Fue quizá el más grande ajedrecista de todos los tiempos. Pero también la demostración más acabada que las oportunidades llegan para todos, pero que no todos están preparados para aprovecharlas.
Pensar que la misma mente que le permitió llegar a la cumbre del ajedrez no le posibilitó la coherencia mental que necesitaba. Y a los 29 años, el 2 de septiembre de 1972, ya considerado como un genio del tablero, le arrebató el título de campeón mundial al maestro ruso Boris Spassky.
Ya era el mejor de todos pero ni siquiera el brillo de su fama le borró el recuerdo de la prematura oscuridad de su infancia desolada.
Y en 1975, este extraño productor de imprevistos, perdió su corona ante Anatoly Karpov, sin jugar, en desacuerdo con las reglas de la Federación Internacional de Ajedrez.
RECLUSION
Inició entonces una reclusión que duró veinte años. Durante los mismos vivía en hoteles de ínfima categoría. Pero su habitación estaba inundada de libros sobre ajedrez que leía y estudiaba como poseído por una obsesión.
Fue enorme la cantidad de logros que obtuvo. Por ejemplo, con sólo 14 años, se coronó campeón de ajedrez de los Estados Unidos en mayores. Pero junto a esas hazañas, tenía a nivel humano exigencias desmedidas. Con la sala donde debía jugar, con la luz, con el sonido, con el público. Era realmente intemperante.
En una nota que escribió para una revista norteamericana Fischer expresó que su mayor placer en ajedrez no consistía en vencer al adversario, sino en aplastarlo y humillarlo. Y expresó también en esa nota, con una sinceridad inusual: “Si fuera asesino, me gustaría matar, pero lentamente. Para que mi víctima sufriera lo más posible”. “Y no soy asesino, no porque no tenga deseos de serlo, sino por mi temor a ir a la cárcel”, agregó.
Pero estuvo detenido ocho meses en Japón en el año 2004, no por asesinato sino por adulteración de pasaporte. Solicitó entonces asilo político a Islandia cuyo embajador en Japón había sido ajedrecista. El diplomático gestionó su libertad y simultáneamente su radicación en Islandia, un país ubicado cerca del Polo.
A los 62 años se radicó en Reikiavik, la capital de ese remoto país. Allí vivió en un departamento con vista al Océano Atlántico. Pero tampoco se adapto a ese país pacífico, tolerante, ni a la calidez de sus habitantes.
Se lo veía caminar silencioso sin responder a los cordiales saludos de la gente.
No resulta difícil diagnosticar, que fue también, junto a un genio ajedrecístico, un enfermo mental.
Tenía ya 49 años y miles de días sin siquiera pensar en el ajedrez, cuando aceptó jugar un match con el hombre al que había despojado del titulo de campeón mundial: Boris Spassky.
Corría el año 1992. Desde ya que fue derrotado fácilmente. Entrevistado por periodistas declaró: “Sí, perdí con Spassky, pero confieso que no solo no podría ganarle dado que no me prepare para hacerlo, sino que tampoco me interesaba triunfar. Sólo quería obtener los 150.000 dólares que me asignaron. En fin”.
A los 64 años, víctima de una severa insuficiencia renal, Bobby Fischer -que visitó cinco veces nuestro país- moría en casi total soledad en un país que no era el suyo. Él había nacido en los Estados Unidos rodeado por seres humanos que seguramente no lo apreciaban.
Y un aforismo final para este genio del ajedrez: “Triunfo y derrota suelen estar cerca. Y a veces juntos”.