Balzac y la tragicomedia humana
Honorè Balzac fue criado duramente por padres indiferentes que lo dejaron por años internado como pupilo, donde sufrió todo tipo de humillaciones. Allí encontró el gusto por la lectura. Estudió sin entusiasmo abogacía que ejerció por poco tiempo con disgusto. De conocer los manejos sucios y distorsivos de los asuntos legales viene una suspicacia y escepticismo que trasuntan su obra. El mundo poco tiene de justo.
Finalmente, se rebeló contra la imposición paterna y se dedicó a las letras. Tuvo varios fracasos económicos como editor e inversionista que lo obligaron a vivir endeudado. Para sortear estos problemas, trabajaba largas horas escribiendo desde la madrugada a fuerza de café. No solo tomaba más de 50 pocillos al día, sino que marcaba semillas para mantener su ritmo de producción literaria (nos dejó 130 obras en los cincuenta y un años que habitó este mundo).
Convertido en un sagaz observador de la condición humana, llamó a su obra maestra “Comedia” (haciendo alusión al texto del Dante). Aunque su vida fue una sucesión de fracasos y traiciones, éxitos, amores apasionados y fugaces y un matrimonio poco afortunado que solo duró cinco meses.
Obeso, sedentario, adicto al café (también había probado el cannabis en el conocido Club des Hashischins, fundado por Jacques-Joseph Moreau, y frecuentado por Théophile Gautier, Charles Baudelaire, Gérard de Nerval, Eugène Delacroix y Alejandro Dumas), la muerte de Balzac era un final anunciado. Probablemente también haya sido hipertenso, diabético y con hipercolesterolemia, pero entonces no se conocían todos los factores que conducían a los problemas cardiovasculares que terminaron matándolo.
Por sus problemas de salud, Balzac conoció a muchos médicos, y a algunos de ellos retrató en su obra literaria. Era inevitable que en “La comedia humana” aparecieran, porque, al final, un médico suele ser lo primero que vemos al llegar al mundo y lo último al partir.
Balzac conoció al Dr. Guillaume Dupuytren (1777-1835), quizás el cirujano más conocido de París, cuya fama ha llegado a nuestros días por las enfermedades que describió y las técnicas quirúrgicas que desarrolló. Dupuytren se convirtió en el Dr. Desplein en “La misa del ateo”, a quien Balzac describe como un genio, aunque mezquino, solitario y misántropo, adicto a la fama y sensible a la adulación. Se rumoreaba que Balzac y Dupuytren compartían como amante a la señorita Caroline Marbouty.
También fue amigo del Dr. François Joseph-Victor Broussais (1772-1838), quien lo introdujo a la frenología –pseudociencia que sostenía la posibilidad de conocer las características psíquicas de las personas por los accidentes óseos del cráneo–. De allí que Balzac se detuviese a describir minuciosamente las características físicas de sus personajes.
Otro de los amigos de Balzac fue el Dr. Émile Regnault, modelo del médico Horace Bianchon uno de sus personajes de “La comedia humana”–.
Sin embargo, el médico más cercano al novelista fue el Dr. Jean-Baptiste Nacquart (1780-1854), amigo y confidente de Balzac hasta los últimos momentos de su vida.
Nacquart también era un entusiasta frenólogo e introdujo a su amigo en el mesmerismo y las virtudes terapéuticas del magnetismo –una terapéutica de moda a principios del siglo XIX -.
Estos vínculos con médicos y su interés por las “curiosas” conductas humanas, llevaron a Balzac a describir personajes como Louis Lambert, un claro caso de esquizofrenia, antes que esta enfermedad fuese descrita por Emil Kraepelin (que la denominó “Demencia precoz”) y por Eugen Bleuler, quien le dio el nombre por el que hoy la conocemos.
Freud era un admirador de Balzac y antes de morir (en realidad le pidió a su médico Max Schur que le diese una dosis letal de morfina para acortar su agonía por un cáncer de lengua) sostuvo que: “La piel de zapa” (en el original en francés: “La peau de chagrín”) era el libro más adecuado para leer en este momento porque trata del encogimiento y la inanición”.
El psiquiatra vienes no fue el único admirador de esta obra publicada en dos partes. Goethe, el autor de Fausto, estaba fascinado por esta novela, y le escribió a Balzac una carta laudatoria.
También estaba encantada la baronesa polaca Ewelina Hańska, casada con un poderoso terrateniente ucraniano. Ella le escribió y esa carta fue el comienzo de una extensa relación epistolar que se convirtió en un romance apasionado. A la tercera carta que intercambiaron, Balzac le confesó su amor, sin haberla visto hasta dos años más tarde, cuando en 1833 el matrimonio Hańska visitó Suiza. Balzac se dispuso a visitarlos. Sorteando la presencia del marido, Balzac y Ewelina “intimaron” (nunca se conocerá el grado de intimidad), y de allí en más no perdieron oportunidad para reencontrarse en distintas partes de Europa.
La muerte del barón en 1941 abrió la posibilidad de casarse, aunque Ewelina se mostró reticente. A lo largo de 9 años el vínculo subsistió sin poder consagrarse la unión que el escritor exigía. Ewelina esgrimía como excusa que debía preocuparse por conseguirle un marido adecuado a su hija. Como diría un biógrafo de Balzac: “Fueron 18 años de amor, 16 años de espera, 2 años felices y 6 meses de matrimonio”.
Efectivamente, pocos meses después de haber logrado concretar su ambición matrimonial, Balzac partía de este mundo por una gangrena secundaria a una insuficiencia cardíaca. Victor Hugo, su amigo y admirador, estuvo presente en los momentos finales de Balzac, no así su esposa que, con la excusa de encontrarse cansada, se retiró de la habitación mientras su marido fallecía.
El escritor Octave Mirbeau contó que el pintor Jean Gigoux le confesó que, mientras Balzac agonizaba, él yacía con Ewelina en una habitación cercana. Mirbeau relató este final en un texto llamado “La muerte de Balzac” dentro de su novela “628-E8”. Aunque debió retirarlo por las presiones legales de los descendientes de la baronesa.
Por historias como esta, es que prefiero decir que no vivimos una comedia, sino una tragicomedia.
Victor Hugo fue el encargado de despedir a Balzac frente a su tumba en el cementerio de Père Lachaise:
“El hombre que acaba de descender ahora a la sepultura es de aquellos a quienes el dolor público de la nación entera acompaña. De ahora en más, las miradas no se dirigirán a las cabezas de los que gobiernan, sino a los que piensan, y el país entero se estremece cuando desaparece una de estas cabezas… Su vida ha sido corta, pero pletórica; ha sido más rica en obras que en días… Ahora está por arriba de las disputas y el odio (…) y brillará por encima de todas las nubes que corren sobre nuestras cabezas… No es la nada que lo espera, sino la eternidad. Su fin es el principio. Féretros como este son una prueba de inmortalidad”