‘DERECHO DE NACIMIENTO’ DISECCIONA AL ISRAEL DOMINADO POR EL MILITARISMO

Apuntes de una guerra interminable

El libro de la economista y periodista argentina Camila Baron ofrece un testimonio elocuente de las tensiones que provoca hoy el sionismo en parte de la comunidad judía. En el trasfondo está la agonía de Gaza.

El interminable conflicto en Medio Oriente, que se reactivó de manera brutal en octubre de 2023, suele generar pasiones encendidas, contradicciones evidentes y misteriosos silencios. Las polémicas que lo acompañan se derraman por todo el mundo a caballo de una lógica binaria de “amigo-enemigo” que sepulta o borronea previas divisiones de tipo ideológico, cultural o religioso. Por el camino, la propaganda y el terrorismo intelectual sofocan cualquier intento de comprensión.

Cada tanto, entre el imparable bombardeo con munición retórica, aparece un libro que ayuda a evitar el maniqueísmo. Un ejemplo reciente es Derecho de nacimiento (RaraAvis, 188 páginas), de la economista y periodista argentina Camila Baron.

Se trata de una obra editada por fuera de los grandes sellos comerciales y que, en otro contexto, podría haber pasado inadvertida, relegada al estante de los libros de viajes o las memorias juveniles anodinas. Habría sido injusto que corriera ese destino porque sus páginas aportan información y reflexiones que son a un tiempo originales, instructivas y valientes.

A medio camino entre la crónica y el diario personal, el libro relata la experiencia de la autora con el programa BRIA, siglas de un término en inglés que podría traducirse como “Derecho de Nacimiento Israel Argentina”, del que deriva el título.

La iniciativa, que tiene alcance internacional, lleva a jóvenes de entre 18 y 26 años que acrediten su condición de judíos en una suerte de viaje iniciático de una semana a Israel para fomentar la emigración y el arraigo en aquellas latitudes.

Baron hizo el periplo en 2017, cuando tenía 27 años, dentro de un contingente de 40 personas. Esa vez hubo estadas en un kibbutz en los Altos del Golán, en el límite con Siria y el Líbano; visitas a Tel Aviv y Jerusalén, incluyendo al Museo del Holocausto, y contactos directos y regulares con guías y soldados israelíes.

El programa, observa la autora, es financiado por el estado de Israel, tiene apoyo de sus fuerzas de seguridad y recibe aportes de “filántropos” argentinos y extranjeros. Aunque no los nombra, es fácil identificar quiénes son dos de esos filántropos nativos: el “dueño de la empresa de negocios inmobiliarios mas grande del país y...uno de los empresarios más ricos del sector energético”.

EN DUDA

Pero no todo salió como pensaban los organizadores. De entrada a Baron le chocó el forzado aspecto comunitario y sensiblero de la experiencia, con evocaciones constantes a presuntas raíces familiares y a una “mística” de la tierra y el pasado ancestral. Representante cabal del progresismo individualista de Occidente, la autora llegó a creer que vivía una molesta regresión a la vida escolar.

La misma identidad judía de los participantes parecía estar en duda. Muchos de ellos habían nacido en familias mixtas. En el caso de Baron su historia, que incluía uniones con católicos por al menos dos generaciones, la vinculaba más con la provincia de Río Negro que con el lejano continente asiático.

“Si de raíces se trata, apenas pasé por General Roca -apuntaba luego de una de las conversaciones con los guías-. Tampoco conozco Rusia ni Polonia y acá estoy, en los Altos del Golán, donde quizás nunca haya vivido ningún pariente remoto”.

Esta extrañeza se agravaba en las charlas de geopolítica, cuando la argumentación oficial israelí, esquemática y blindada a las críticas, se enfrentaba con un auditorio urbano, ateo y de izquierda.

“Una buena parte de nosotros -reflexionaría luego la autora- viene de escuelas o universidades públicas donde aprendimos a cuestionar conquistas y campañas en supuestos desiertos. Nos dijeron que tendríamos una charla, pero es un monólogo”.

La preponderancia de lo marcial en la vida israelí no podía más que desconcertar a estos viajeros educados en las antípodas de las armas y los uniformes. “Para mí militar era un verbo que nada tenía que ver con el autoritarismo -aclara Baron hacia el final-. Era sinónimo de ronda, de apuntes, de fiestas y asambleas”.

Deseosos de “porro” y educados en la tolerancia a las diferencias de todo tipo, el contingente mal podía adaptarse a la cruda visión colonialista y supremacista de los severos guías israelíes, con su presunción, interpretada por Baron, de que “debería preocuparnos más la vida de cualquiera que viva dentro de esta frontera que los muertos de quienes están del otro lado”.

No debería sorprender que a los guías el tiro les saliera por la culata. Por fuera del programa la autora y algunos de sus compañeros quisieron visitar también los territorios palestinos. Cisjordania, en concreto. Fueron a Belén y Hebrón, conocieron los puestos de control militarizados y el muro de separación, hablaron con habitantes locales y escucharon sus padecimientos cotidianos a manos de los soldados israelíes.

¿FRACASO?

Antes del regreso a la Argentina, Baron hizo una escala postrera en Tel Aviv para reencontrarse con una amiga, ex soldado como casi toda la población israelí, convertida ahora en estudiosa del terrorismo y el mundo árabe.

Para esa amiga, alineada sin divergencias con la línea oficial del estado judío, estos inoportunos cruces a Palestina revelaban el fracaso mismo de programas como el BRIA, cuya razón de ser radicaría en captar a nuevos inmigrantes y futuros soldados para un combate que se pregona sin límites de tiempo.

“El programa -completa la autora- ya no busca contribuir al cálculo demográfico sino formar embajadores capaces de sostener el relato que, a veces, toma la forma de silencio y, otras, la de censura”. Luego agregaría una observación más perturbadora, anotada en 2024: “Buena parte de la descendencia de las víctimas del Holocausto son quienes demandan y ejecutan la limpieza étnica en Palestina. Son, hoy, la mayoría de la población judía israelí entre la que casi no existen civiles”.

Más allá de los recuerdos específicos de Baron y sus anotaciones incisivas, que se publican ilustradas con fotografías de Ariel Feldman y prólogo de Silvana Rabinovich, Derecho de Nacimiento plantea preguntas relevantes sobre el significado que hoy tiene Israel para una parte de la comunidad judía internacional. Preguntas que no suelen aparecer en las coberturas periodísticas histéricas y unidimensionales que siguen a cada crisis en Medio Oriente, y que obedecen a la versión oficial del estado israelí, cuando no a la del partido Likud, que lleva lustros atrincherado en el gobierno.

Resulta evidente que para personas como Baron, nacidas y criadas en sociedades como la argentina, que hace tiempo ha sido privada de todo factor de cohesión religioso o nacionalista, el estado judío debe parecerles una entidad anacrónica. El espíritu guerrero a ultranza, el sostén estatal de los estudios religiosos, la deshumanización de los palestinos (“Yo no maté personas, maté animales”, se justificó ante ella un soldado refiriéndose a sus acciones en la campaña de Gaza de 2014), nada tienen que ver con los principios del liberalismo progresista.

Se percibe además una transparente paradoja histórica: el mismo espíritu “cosmopolita” y antinacionalista, típico de la cultura judía en su rechazo a una cristiandad que veía como opresora, es el que ahora, con el paso de los siglos, se vuelve en contra del rígido estado hebreo en permanente movilización bélica.

De ahí la fractura que arranca en la comunidad judía y termina por recorrer al planeta entero. De un lado, las izquierdas antimilitares, seculares y enemigas de toda tradición; del otro, las “nuevas derechas” que de manera forzada resignan su propio patriotismo en beneficio de un patriotismo ajeno, es decir, del sionismo.

LA PREGUNTA

En el epílogo, que fue escrito cuando la actual campaña militar israelí en Gaza llevaba cinco meses, Baron retoma una pregunta ajena que a ella le causaba desconcierto: “¿Se puede ser judío y de izquierda?”

El propósito de quienes la formulaban, comprobó, no era tanto cuestionar el expansionismo israelí sino recuperar el concepto de “clase” por encima de “cualquiera forma identitaria” que fuera “distractora”. Una idea típica de la vieja izquierda marxista. Baron, como todo militante del progresismo del siglo XXI, reivindica en cambio a los nuevos “identitarismos” que ahora no cuajan con las necesidades del Israel en “estado de guerra”. Ella prefiere a “quienes habitamos la identidad como algo móvil y percibimos el peligro de cualquier fijación. A quienes deseamos fronteras identitarias y geográficas porosas y huimos de la comunidad cerrada porque en nosotros se activa la memoria del gueto. A quienes hablamos por nuestra diferencia. A los que, como Spinoza, preferimos se excomulgados antes que cómplices”.

Sionistas frente a identitarios. Podría engañarse el que piense que esa disputa sólo tendrá consecuencias para los sufridos habitantes de la Tierra Santa.