¿A Dios lo que es de Dios?

Señor director:

¿Qué aceptada premisa obliga a no hablar de política ni de religión? Y mucho menos, a mezclarlas. Sin darnos cuenta es una antigua imposición de lo que hoy se llama cultura de la cancelación. Y sumisamente hay que aceptarla sin chistar bajo el riesgo de ser acusados con los consabidos motes (también impuestos e indiscutibles) descalificadores de por sí. Por tanto, se admite que se hable de una indefinible “fuerza del cielo” que da tanto para un barrido como para un fregado. Pero, ¡cuidado!, no vaya a ser que se cite a Nuestro Señor cuando le dijo a Pilato: “Tú no tendrías ningún poder si no te hubiese sido dado de lo alto”.

Así puede seguirse cuando se toma la frase “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”,para argumentar que no se debe mezclar la política con la religión. Cosa que les viene muy bien a muchos para borrar las enseñanzas evangélicas que practican individualmente cuando se involucran o defienden ciertas políticas que no condicen con los principios de la fe católica a la que dicen pertenecer.

Pero, ¿cómo? ¿Es que al César y a los que les toca  la responsabilidad de gobernar se los exime de dar a Dios lo que es de Dios? Sobre todo teniendo en cuenta  que, en un grado superlativo, de ellos depende el bienestar de sus gobernados que debe lograrse tanto en su condición material como espiritual. Lo que en la recta acepción de Bien Común, se desprende de la Justicia como virtud cardinal.

Y es claro, entonces, que adquiere sentido pleno aquello de que “nadie puede servir a dos señores, a  Dios y a Mammón (las riquezas), porque amará a uno y aborrecerá al otro”. Puede entenderse así la admonición de Jesucristo a los fariseos cuando les reprocha que “atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre las espaldas de los hombres, pero ellos ni con un dedo quieren moverlas”.

Es cierto, estás son las enseñanzas de nuestra fe católica, la que la misma Constitución define como base y fundamento de nuestra Nación y que, en ese sentido, invoca a “Dios, fuente de toda razón y justicia” y forma parte del juramento de fidelidad a los cargos a ocupar por nuestras autoridades desde siempre, por más que muchos lo nieguen o rechacen en una alarde hasta absurdo, al asumir sus funciones.

Pero en cuanto se niegan esas enseñanzas rápidamente se imponen sucedáneos que se convierten en dogmas falsos que se defenderán con una convicción digna de una religión. Por ejemplo se abrazará una libertad que permita al individuo buscar egoístamente su mera conveniencia, o el hombre se rebajará a sí mismo adorando a la naturaleza, o se ilusionará con simples placebos que prometen una paz puramente psicológica y dejándose llevar por ilusiones puramente terrenales. Y tantas utopías más.

Tal vez el haber negado estas enseñanzas, y muchas veces combatirlas hasta con odio feroz, sea la causa del desvío del destino heredado y lo que nos llevó al actual estado de degradación en que nos encontramos.

Juan Martín Devoto

DNI 10.625.501