El rincón del historiador

A 40 años del Tratado de Paz


Hace cuarenta años la Argentina apenas se estaba encaminando en la reconstrucción de su institucionalidad democrática entre acechanzas y amenazas de los demonios de un pasado que se resistía a batirse en retirada. El gobierno democrático con su legitimidad electoral aún intacta procuraba fortalecer las instituciones al tiempo que impulsaba un cambio cultural en un país acostumbrado a la violencia, al miedo y al autoritarismo. Desde el comienzo en diciembre de 1983 buscó terminar para siempre con la impunidad y descubrir el velo de la verdad, para ello creó la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (Conadep) y ordenó el enjuiciamiento de las cúpulas de organizaciones guerrilleras y las juntas militares responsables de la represión atroz e ilegal. Había eliminado la censura y las listas negras en la cultura e impulsado la normalización de las universidades nacionales bajo los principios reformistas de autonomía y cogobierno tripartito.

BELICISMO MILITARISTA

Sin embargo de todas las herencias de los años crueles aún sobrevolaba el fantasma del belicismo militarista que constituía además un peligro latente para la consolidación de la aún débil democracia. Ese mismo militarismo había llevado al país a la inicua guerra de las Islas Malvinas con su secuela de destrucción, dolor y muerte que además desvirtuó los derechos inalienables sobre dicho archipiélago al iniciar un conflicto armado en una cuestión que el país había ganado en todos los foros internacionales y en el que contaba con el aval de la ONU que había aprobado la Resolución 2065 en tiempos de Arturo Illia, reconocimiento una disputa de soberanía e instando al Reino Unido a negociar pacíficamente.

Al iniciar una guerra en 1982 la Argentina retrocedió varios casilleros y con ella buena parte de su estrategia jurídica construída a lo largo de décadas como auténtica política de Estado en materia exterior.

UNA DISPUTA DE CIEN AÑOS

Otro conflicto internacional subsistía aún luego de la restauración democrática. El mismo que había mantenido en vilo al país en plena dictadura, la disputa limítrofe con Chile sobre el Canal de Beagle y sus islas, por cuya posesión ambas naciones estuvieron literalmente al borde de la guerra en 1978. La disputa llevaba casi cien años y varias tratativas fallidas, entre ellas una mediación de la corona británica rechazada por nuestro país. Las dos sangrientas dictaduras que asolaron a estas naciones de Sudamérica atisbaban una suerte de relegitimación de corte chauvinista fronteras adentro en la posibilidad de un enfrentamiento armado.

Edición de La Prensa del jueves 29 de noviembre de 1984.

El conflicto escaló peligrosamente a fines de la década de los años setenta y solo la providencial intervención de su santidad el Papa Juan Pablo II logró detener los aprestos belicistas a ambos lados de la cordillera de los Andes.

La figura físicamente pequeña pero enorme desde la perspectiva moral del cardenal Antonio Samoré, representante personal del sumo pontífice de la Iglesia Católica Apostólica Romana, se nos hizo familiar por sus frecuentes apariciones televisivas en las que desplegaba su carisma sencillo y simpático, igual al que supo ejercer cual mensajero de la paz ante los poderosos dictadores de ambas naciones hasta convencerlos de renunciar al uso de la fuerza y aceptar un laudo papal que pusiera punto final definitivamente a la disputa ("Veo una lucecita...", dijo entonces). La intervención papal no satisfizo las reclamaciones argentinas pero al menos quedó despejada la amenaza de la guerra. La guerra malvinense había dejado profundas heridas en la sociedad argentina que hastiada de terror y muerte se encaminó hacia su definitiva democratización y rechazaba cualquier intento de aventura belicista.

TRADICIONAL PACIFISMO ARGENTINO

Por ello, uno de los compromisos esenciales de la campaña electoral y demostrado ya en ejercicio del gobierno por Raúl Alfonsín era restablecer el tradicional pacifismo argentino y su compromiso fue evidente al convocar a la sociedad a una consulta popular no vinculante que se llevó a cabo el 25 de noviembre de 1984.

Una concurrencia masiva del pueblo argentino a las urnas respaldó con más del 80% el tratado el acuerdo preliminar de paz y amistad suscripto por los negociadores argentinos y chilenos que despejaba definitivamente el fantasma de la guerra.

Con el masivo y mayoritario pronunciamiento popular respaldando la postura oficial argentina, los cancilleres Dante Caputo y Jaime del Valle suscribieron el instrumento definitivo que fue posteriormente ratificado por ambas cámaras del Congreso argentino a través de la Ley 23172. En Chile donde gobernaba Pinochet, el tratado fue aprobado por el máximo órgano de poder que era la Junta Militar.

Aunque aún restaban algunos años, el país hermano se encaminaba hacia una paulatina reinstitucionalización democrática de la que el Tratado de Paz y Amistad que cumple cuatro décadas fue sin duda mojón inicial.

Como lo fue también fronteras adentro para nuestra joven democracia cuya sociedad movilizada aunque el voto no fuera obligatorio respaldó con convicción y sentido histórico una decisión de Estado de dar por finalizado un conflicto centenario que había sido sometido a arbitraje internacional, cuyo acatamiento además implicaba un sentido moral de reconstrucción de la juridicidad hacia adentro y hacia afuera de la Nación y significó el relanzamiento de las relaciones cordiales y amistosas entre naciones del subcontinente que habían vivido en estado de semibeligerancia por varias generaciones.