EL TOMO 2 DE ‘LA VERDAD LOS HARA LIBRES’ ES UN CLARO APORTE A LA HISTORIA DEL PERIODO
La Iglesia y el drama de los ‘70 (II)
Mejor organizado que el primer volumen, el libro exhibe un vasto acopio de información documental que hasta hoy permanecía reservada. Su lectura ayuda a comprender el contexto de una época trágica.
A diferencia del primer tomo de La verdad los hará libres, la obra colectiva en tres partes encargada por el Episcopado que aborda el papel de la Iglesia argentina entre 1966 y 1983, su continuación, que lleva el subtítulo “La Conferencia Episcopal Argentina y la Santa Sede frente al terrorismo de Estado” (Planeta, 848 páginas), es un libro más compacto, coherente y mejor organizado en el tratamiento de la documentación eclesial reservada correspondiente al régimen militar y la represión de la guerrilla.
Su valor historiográfico resulta, por lo tanto, más nítido y justificado. Los autores han restringido -en general- su intervención interpretativa y se concentraron en reproducir, siguiendo un claro orden cronológico, fragmentos atinados de los papeles pertenecientes al archivo de la Conferencia Episcopal Argentina (CEA), la Nunciatura Apostólica en Buenos Aires y la Secretaría de Estado de la Santa Sede.
Los documentos hablan y su testimonio es harto elocuente en cuanto a lo que la Iglesia sabía, intuía o podía sospechar sobre el método represivo adoptado a partir del 24 de marzo de 1976 para combatir a las bandas insurgentes. Hacia junio de ese año, por ejemplo, el Nuncio Apostólico Pío Laghi, quien había llegado al país en julio de 1974, al día siguiente de la muerte de Juan Domingo Perón, ya tenía una idea bastante clara del accionar de fuerzas que actuaban de manera clandestina y con una táctica repetida, pero ni él ni el resto de la jerarquía eclesiástica estaban en condiciones de precisar de quiénes se trataban.
La primera de las tres partes en que se divide el libro, titulada “El terror”, da cuenta de ese gradual y doloroso proceso de comprensión por parte de la Iglesia (las otras dos partes son “El drama” y “Las culpas”).
Los documentos muestran que entre la mayoría de los obispos argentinos y las autoridades de la Santa Sede había plena conciencia de que el país atravesaba un conflicto interno y que el Estado nacional tenía el derecho de defenderse. Así, por caso, en un informe fechado el 4 de marzo de 1976, Laghi comentó al secretario del Consejo para Asuntos Públicos de la Iglesia, Agostino Casaroli cómo se había llegado a la situación de crisis terminal de ese año: “En el cuerpo de la nación existían ya los gérmenes, muy desarrollados, de una lucha armada que, en noviembre de 1974, asumió una forma pública y abierta y se transformó en una verdadera ‘guerra civil’, con todo lo que de atroz e inhumano incluye este vocablo”.
Monseñor Victorio Bonamín, a la izquierda, fue Provicario castrense entre 1960 y 1982.
UN SOLO PROCESO
Las condenas públicas de la Iglesia a la “violencia”, término que los autores insisten en circunscribir a la represión militar, incluían también la practicada por los grupos guerrilleros antes y después del golpe de 1976, como parte de un mismo proceso que entonces resultaba obvio y hoy poco menos que no se permite mencionar.
Ese contexto sangriento tuvo un peso evidente, que los documentos confirman, en la toma de posición eclesial respecto de un régimen al que, en sintonía con la mayoría de la sociedad, concedían la potestad de repeler la agresión armada de Montoneros, ERP y otras “formaciones especiales”. Del otro lado de ese río estaba la posibilidad de que los combatientes por la revolución marxista tomaran el poder, con todo lo que eso significaba en un siglo desgarrado aún por la “guerra fría” y sus múltiples escaramuzas “calientes”.
En 1976 y 1977 los obispos recibían crecientes informaciones y denuncias de detenciones extrajudiciales y desapariciones que luego discutían de manera personal o en las Asambleas Plenarias de la Conferencia Episcopal, antes de presentarlas a las autoridades militares a título de consulta, objeción o reclamo.
Esa comunicación era reservada y discreta, aunque en un par de ocasiones en esos primeros años (15 de mayo de 1976, 7 de mayo de 1977) la Conferencia Episcopal divulgó documentos públicos con críticas explícitas a la metodología represiva. Entre 1976 y 1979 también hubo un puñado de manifestaciones más o menos directas en ese sentido de los papas Pablo VI y Juan Pablo II.
La razón de esa discreción se indica muchas veces en las declaraciones contenidas en el libro. Obedecía al temor a causar un enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado, pero también al riesgo de cuestionar a un gobierno al que veían amenazado por un enemigo común. Tampoco querían atizar la supuesta interna militar entre la línea “dura” y la de los más moderados, que respondían al presidente de facto Jorge Rafael Videla.
Las autoridades castrenses contestaban con evasivas y frases de circunstancia a las demandas episcopales, rechazaban la participación estatal en las acciones encubiertas o, como hizo en varias ocasiones el general Videla, las atribuían a grupos de oficiales jóvenes que actuaban por su cuenta. Ese diálogo de sordos no varió ni siquiera con la creación, a fines de 1976, de la Comisión de Enlace entre el Episcopado y la Junta Militar, órgano que mantuvo 22 reuniones hasta octubre de 1981 y cuyas deliberaciones figuran en los apuntes reservados que registró el secretario de la CEA, monseñor Carlos Galán.
METODO REPRESIVO
Sólo a partir del secuestro de 12 personas reunidas en la porteña iglesia de la Santa Cruz, en diciembre de 1977, sumado al contacto franco con ciertos informantes militares dentro o fuera de la Comisión de Enlace, la jerarquía terminó de entender la modalidad de las operaciones represivas y sus consecuencias, que en distintas comunicaciones, casi siempre confidenciales, condenaría por “brutales”, “inhumanas” y contrarias a la ley moral.
Pero esa mejor comprensión, que se perfeccionó en 1978 y 1979, no alteró el vínculo entre la Iglesia y un régimen militar ya consolidado, que para entonces había derrotado a la guerrilla, organizado un exitoso Mundial de Fútbol y superado el diferendo limítrofe con Chile que estuvo a punto de conducir a la guerra entre los dos países.
Todo este proceso se ilustra en el libro con una sobreabundancia documental y una narración a la vez exhaustiva y sintética, que por abarcadora peca de tediosa conforme se repiten las glosas de los entrecortados debates en las Asambleas Plenarias de la CEA, las reuniones de la Comisión Ejecutiva y los encuentros de la Comisión de Enlace, sumadas a las conversaciones personales con Videla o el almirante Emilio Massera y a los múltiples informes que enviaban los Nuncios al Vaticano y los que llegaban de la Santa Sede a Buenos Aires.
Aun así, las citas numerosas y extensas constituyen el verdadero valor del volumen, mucho más que las opiniones de los autores, que al igual que en el primer tomo caen en el anacronismo historiográfico y abusan de su jerga políticamente correcta (nunca dejan de mentar al “terrorismo de Estado” y referirse entre comillas a la “lucha antisubversiva”). Los documentos traen al presente la crudeza de la época y permiten comprender, en todas sus dimensiones, la secuencia histórica que la había gestado.
Algunos ejemplos ayudarán a entender lo anterior.
-Entre 1975 y 1983 la Nunciatura Apostólica en Buenos Aires recibió 3115 solicitudes de ayuda por personas detenidas o desaparecidas. De ellas, 1812 casos coincidían con la lista original de la Conadep; los restantes 1303 casos pertenecían a detenidos liberados durante ese período. En 1078 casos se consignaron respuestas estatales. La mayor cantidad de casos presentados correspondió a 1977, con 1422.
Los cardenales Juan Carlos Aramburu y Raúl Primatesta, máximas autoridades del Episcopado, dialogan en 1979.
-Respecto de la muerte del obispo de La Rioja, monseñor Enrique Angelelli, el 4 de agosto de 1976, el presidente de la CEA, monseñor Raúl Primatesta, consideró al menos cuatro veces entre agosto de 1976 y agosto de 1983 que lo ocurrido había sido un accidente. Lo mismo señaló Laghi en el informe respectivo que envió al Vaticano. Allí estampó esta conclusión: “[…] sobre el modo con el cual el curso de su vida terrena fue bruscamente interrumpido no se puede honestamente tener dudas: fue una desgracia. Queda igual el trasfondo triste e inquietante de una situación muy tensa en la provincia de La Rioja, y de graves amenazas que ya había contra el obispo; además en el país suceden hechos que causan una profunda perturbación e inducen a pensar mal…”.
-El que primero esbozó algunas dudas sobre la muerte de Angelelli, según se consigna en el volumen, fue monseñor Eduardo Pironio, quien había sido creado cardenal el 24 de mayo de 1976 y nombrado prefecto de la Sagrada Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares, por lo que era el argentino de mayor jerarquía en el Vaticano.
El 24 de agosto de 1976 Pironio preparó un informe para el Papa sugiriendo algunos cursos de acción respecto de la Argentina. Allí planteaba que el accidente sufrido por Angelelli “es considerado, en un principio y en determinados ambientes, como ‘posible atentado’”. En el escrito también denunciaba el aumento de los secuestros, las desapariciones y las muertes en la Argentina. Y lamentaba que el Episcopado Argentino “sigue siendo tradicionalista”, a la vez que ubicaba a Angelelli entre los “obispos jóvenes, considerados progresistas y muy queridos por el pueblo”.
El libro indica que un mes antes, en julio de 1976, Pironio había recibido una visita que en la Santa Sede se consideró intimidante de parte de un “joven argentino, hermano de un conocido terrorista, y otras dos personas”. Por lo que se resolvió dar aviso a la autoridad policial.
CON EL PAPA
-En 1977, el 23 de mayo, monseñor Primatesta mantuvo en el Vaticano la primera de las audiencias privadas con Pablo VI en el período estudiado. La situación argentina y el régimen militar fueron dos de los puntos tratados en la reunión. Primatesta destacó puntos positivos del gobierno de Videla, como su confesión cristiana, la inexistencia de persecución contra la Iglesia y la toma del poder ante un vacío de autoridad, lo que “el pueblo aceptó con benevolencia y esperanza”. Esto respondía, agregó, “a un profundo anhelo popular, en el rechazo claro y seguro del marxismo”.
Entre los errores de los militares Primatesta mencionó la zozobra económica, las divisiones internas, la falta de un plan concreto de gobierno, y la injerencia oficial en la educación católica, un tema que a juzgar por los documentos reproducidos preocupaba a la jerarquía eclesiástica tanto o más que las violaciones de los derechos humanos. También señaló “el hecho de la tortura física por parte de la policía […] por parte de elementos militares; ante ello los obispos reaccionaron en diversas ocasiones, y eso es conocido por el pueblo”.
En nota a pie de página, los autores citan esta otra frase expresada por Primatesta al Papa en ese encuentro, una frase que resume en pocas líneas la confusión producida en aquel tiempo entre ideología y religión con una claridad que no figura en el primer volumen de La verdad los hará libres, que aborda precisamente ese tema. Según Primatesta, los grupos guerrilleros, principalmente los de izquierda “se nutrieron con elementos de filas católicas. La motivación para tal infiltración partió de una insistencia en la acción social, netamente temporalista y de allí politizante, con cierta insistencia en una intencionada lectura de los documentos de Medellín y cuestionamiento de la Jerarquía”.
—Monseñor Primatesta mantuvo una segunda audiencia privada con el Papa el 19 de mayo de 1978. Otra vez hablaron —entre otros temas— de la situación argentina y de la represión militar. En un informe posterior, el purpurado argentino redactó: “...le reiteré que nosotros habíamos hablado claro, y que él conoce nuestros memorándum, pero preferimos no hacer declaraciones públicas para no cerrar las puertas y perder toda posibilidad de obrar. El Santo Padre estuvo en todo de acuerdo y que apreciaba nuestra conducta y personalmente ya desde el comienzo me dijo que agradecía ese trabajo que realizábamos sin publicidad”.
Más adelante monseñor Primatesta agregó esta reflexión significativa: “Al mismo tiempo expresé al Santo Padre cómo ahora, viendo las cosas en perspectiva, aparece más claro cuán cerca estuvo la Argentina en 1976 de caer en manos de un gobierno, no tipo comunismo intelectual, son directamente tipo ‘Brigate Rosse’…, nosotros sin que esto signifique aprobar actitudes negativas del Gobierno, tenemos en cuenta estas situaciones difíciles. La dificultad mayor actual es la situación económica”.
-El 8 de agosto de 1978, en una reunión reservada en la residencia de Olivos, el Nuncio Pío Laghi preguntó al general Videla por la cifra de desaparecidos desde marzo de 1976 a la fecha del encuentro. Videla, anotó Laghi, “me dijo que su número debería estar entre dos mil y tres mil, pero no es una cifra segura”.
-El tema reapareció en un segundo encuentro en Olivos entre Laghi y Videla el 9 de enero de 1980. Según el Nuncio, Videla dijo esa vez que el número de desaparecidos “oscilaría entre 5 o 6 mil; dicha cifra resulta de los pedidos de información presentados ante el Ministerio del Interior por los familiares, de la introducción de los ‘habeas corpus’ ante los tribunales de justicia”. Luego arriesgó que el gobierno militar podría comenzar “a hacer pública la lista de los desaparecidos en posesión nuestra, para desmentir que estos alcanzan la cifra de 15 o 20 mil o incluso 30 mil brindados por agencias que hacen una campaña denigratoria contra la Argentina”.
-Aunque entendía sus reclamos y les daba curso con sincera preocupación, la Iglesia desconfiaba de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, cuyas acciones creía sujetas a la utilización política, recelo que el paso del tiempo no haría más que confirmar.
Un intento de las Madres por obtener una audiencia con el Papa en 1979 fue desalentado por la Secretaría de Estado vaticana siguiendo las sugerencias de monseñor Primatesta, quien opinó que esas personas, “heridas en sus parientes, se mueven en el exterior desplegando una campaña, instrumentalizada por algunos con fines políticos ligados a la subversión y la guerrilla”.
Dos años después, el encargado para los asuntos argentinos en el Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia, Fiorello Cavalli, registró esta opinión sobre las Abuelas: “[…] el Episcopado argentino ve también en la organización de las Abuelas una instrumentalización política e ideológica que no hay que descuidar, para evitar que la Iglesia sea o aparezca indebidamente involucrada”.
-Al despedirse de la Argentina, el 2 de enero de 1981, Pío Laghi preparó un informe para la Santa Sede sobre su permanencia como Nuncio Apostólico en el país. El trabajo, que no ahorra las firmes críticas y condenas a la metodología represiva, es otra buena síntesis de la visión integral que tenía la Iglesia respecto de la sangrienta década de 1970.
“A partir de 1969 -señaló- el país vivió en un estado de guerra: una guerra que en el origen se manifestó con focos de rebelión y de violencia en algún centro urbano, luego tomó la forma de guerrilla rural, y al fin involucró las ciudades y el campo, en los centros más vitales del país. Ya en los años 1972-1973 la guerrilla alcanzó el ápice de la violencia, sembrando el terror y la muerte en las ciudades y en las zonas agrícolas del norte”.
Iniciado el año 1976, prosiguió Laghi, tras el fracaso estrepitoso del “mito” del peronismo, “se abrió una profunda crisis de desconfianza, que alcanzó las raíces mismas de la supervivencia nacional”. En ese contexto sucedió el golpe de Estado y la toma del poder por las Fuerzas Armadas.
En lo que parecía la conclusión de sus observaciones sobre el tema, el Nuncio expresó: “[…] estas fueron, en síntesis, las barbaries del terrorismo; pero ellas no justifican la otra barbarie, la de la represión. Es bien cierto que la responsabilidad consciente de los jefes terroristas por lo que luego sucedió es tremenda; sin ‘ese terrorismo’ no habría habido ‘esta represión’, que aquel en su misma ceguera quería provocar. Y si hubiese habido no habría sido acogida por la mayoría de los argentinos como un genuino alivio, como en cambio fue, porque puso fin a una insoportable anarquía. El terrorismo tocó fondo, pero la represión, ¡lamentablemente, no fue menos!”.
Citas como las anteriores, que constituyen apenas una muestra del vasto material de archivo reunido, confirman la importancia de este segundo tomo de la obra colectiva encargada por la CEA, y su contribución para comprender, teniendo en cuenta a todas las voces, el enfrentamiento que hace cinco décadas llevó al país al borde de la desintegración.