Con perdón de la palabra

El club Evaristo (III Parte): el caso de Facundo Quiroga

El segundo caso que fue objeto de debate por parte del Club Evaristo  apuntó a establecer quién instigó el asesinato de Juan Facundo Quiroga, El Tigre de los Llanos, a mediados de febrero de 1835, en un recodo de cierto  camino cordobés flanqueado por algarrobos y espinillos. Le tocó exponer el asunto a Mariano Gallardo.­

Fue una noche desapacible, fría y lluviosa. Cosa que influyó para tornar particularmente atractivo el cálido ambiente del restaurant Asturias, cuyas ventanas a la calle aparecían empañadas.

Mariano es un hombre joven, alto, de ojos claros. Se expresa con precisión y arrancó diciendo: ``La muerte de Quiroga, como hecho policial, no constituye un enigma. Se sabe cuándo y dónde ocurrió, quiénes fueron los autores del crimen y sus  circunstancias. Lo que no se sabe es si hubo un instigador ni, en su caso, quién fue ese instigador ni los motivos que lo impulsaron. Eso es lo que voy a tratar de establecer esta noche, con la ayuda de ustedes''.­

Se acomodaron los circunstantes en sus asientos y, mientras revolvían el café, centraron su atención sobre el expositor. Como por entonces nadie le llevaba el apunte a las molestas disposiciones referidas al tabaco, que luego serían de acatamiento obligatorio, fueron varios los que encendieron un cigarrillo, alguno prendió un habano y O'Connor atracó su pipa.

Pues bien- continuó Gallardo-, aun corriendo el riesgo de resultar redundante, ya que aquí todos somos aficionados a la Historia, empezaré por reseñar brevemente la destacada trayectoria del difunto y las circunstancias en que se hallaba el país a la época del atentado.

Quiroga era riojano, valiente hasta la temeridad y jugador empedernido. Tenía dieciocho años cuando su padre lo mandó a Chile con un cargamento de granos, que vendió allí perdiendo luego en la mesa de juego todo el producto de la venta. Está en Buenos Aires cuando la Revolución de Mayo y se enrola en el regimiento de Arribeños. Pero su temperamento no se aviene con la disciplina militar, vuelve a La Rioja, se establece en los llanos, quita y pone gobernadores, transformándose en el caudillo indiscutido de su provincia. Desconoce la Ley de Presidencia que pone en el cargo de presidente a Rivadavia, con quien tiene diferencias de intereses relacionadas con la explotación de las minas de Famatina, se niega a aportar tropas para la guerra con el Brasil, adopta el lema Religión o Muerte en oposición a los logistas unitarios, derrota a Lamadrid en la batalla de El Tala, truena contra Lavalle con motivo del fusilamiento de Dorrego y es derrotado por Paz en La Tablada y Oncativo.

Afirmado Rosas en el gobierno y aniquilada la Liga Militar, Quiroga se erige en una de las grandes figuras de la Confederación. Como gesto deferente, el Restaurador le confiere la jefatura nominal de su Expedición al Desierto de 1833.­

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ESCANDALO­

Me acerco así a los prolegómenos del crimen que nos ocupa. Rosas ha concluido su primer mandato y Quiroga está instalado en Buenos Aires cuando estalla un conflicto armado entre dos gobernadores federales, Latorre de Salta y Heredia de Tucumán, cosa que se considera escandalosa. Maza, presidente de la Legislatura porteña, transitoriamente a cargo del gobierno, solicita a Quiroga que actúe como mediador. Éste consulta con Rosas, acepta la gestión y se pone en camino. Rosas lo acompaña hasta San Antonio de Areco y le ofrece una escolta, que Quiroga rechaza pues cree que su prestigio basta para garantizar su seguridad. Y el Restaurador le entrega una extensa carta -la Carta de la Hacienda de Figueroa- donde expone sus ideas políticas, explicando los motivos por los cuales no cree prudente dictar todavía una Constitución.

En Santiago del Estero, Quiroga se entera de que Heredia, aliado a los jujeños, ha vencido a Latorre y que éste ha sido asesinado. Sintiéndose enfermo, demora su regreso hasta febrero.

Y ahora sí, llegamos al nudo de la cuestión. Quiroga viaja en una galera, acompañado por el doctor Ortiz, que lo secundara en su gestión, los postillones y un chico que va con ellos. Se internan en la provincia de Córdoba, donde mandan los Reinafé, siendo gobernador el mayor de los hermanos, José Vicente. Se trata de hombres adictos al otro patriarca de la Federación, Estanislao López, y enemigos de Quiroga que, en 1833, había alentado una revolución contra José Vicente. Sienten particular inquina hacia Quiroga pues, en aquella ocasión, los combatientes que se rindieron fueron ejecutados sin piedad por los revolucionarios.  ­

Era el 16 de febrero y, a las once de la mañana, el galerón se aproxima a Barranca Yaco. Surge del monte una cuadrilla y Quiroga se asoma a la ventanilla para averiguar qué pasa. Como respuesta, recibe un tiro de pistola en la cara. Después, uno de los asaltantes lo degüella. También son degollados el doctor Ortiz, los postillones, el cochero y hasta el chico que los acompaña.­

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CONSECUENCIAS­

-Señores -dijo Gallardo- estos son los hechos ¿Vale la pena que relate sus consecuencias?­

-Me parece que no estaría de más -respondió Cueto.­

-Entonces, completo la exposición.­

La muerte de Quiroga conmueve al país y precipita el regreso de Rosas al gobierno, a raíz de un plebiscito realizado en la provincia de Buenos Aires con el siguiente resultado: 9.713 votos a favor y 7 en contra. La investigación de la muerte de Quiroga demuestra que sus instigadores han sido los hermanos Reinafé y sus ejecutores los integrantes de una partida formada por milicianos cordobeses comandados por Santos Pérez. Los Reinafé huyen, pero tres de ellos son apresados, al igual que Santos Pérez y los suyos. Santos Pérez, José Vicente y Guillermo Reinafé son fusilados en la Plaza de Mayo. Francisco logró escapar y José Antonio murió en prisión. También son fusilados cuatro oficiales y tres milicianos partícipes del crimen, elegidos por sorteo entre los veintiocho integrantes de la partida. Después de la ejecución, los cadáveres son colgados en cuatro horcas. De este modo queda cerrado el caso. Pero permanecen flotando varios interrogantes: ¿Hubo alguna mano oculta que impulsó a los Reinafé, así como ellos impulsaron a Santos Pérez? ¿Las cuestiones que separaban a Quiroga de los Reinafé tenían suficiente gravedad como para determinar el crimen? Y, por último, ¿la talla de los hermanos cordobeses era suficiente para llevarlos a realizar, por sí y ante sí, el magnicidio de Barranca Yaco? ­

Durante un rato, los presentes guardaron silencio. El humo del tabaco formaba una nube azulada en torno a la lámpara y hasta parecía ayudar a que los pensamientos no se dispersaran, tal como suponía Sherlok Holmes que sucede. Por fin habló Fabiani y dijo:­

-Una de las maneras de descubrir un crimen consiste en establecer a quién beneficia. Y, conforme a ese método y a otros indicios, resulta claro que el instigador de la muerte de Quiroga fue Juan Manuel de Rosas.

-Ya me la veía venir -comentó Ferro. -¿Qué otra cosa podía opinar mi distinguido socio, devoto de la Historia Oficial?­

-No se trata de un prejuicio mío. La desaparición de Quiroga libró a Rosas de un rival que le disputara el primer lugar como figura principal de la Confederación.­

-A Rosas le venía bien el apoyo de Quiroga en el lejano noroeste del país, hasta donde no era fácil extender su influencia, sobre todo en épocas con escasos medios de comunicación. Además, alertó a Quiroga sobre los riesgos que suponía su último viaje y le ofreció una escolta. ­

-Sarmiento dice que Santos Pérez, antes de morir, gritó que el responsable de la muerte de Quiroga era Rosas.­

-Bueno, todos sabemos que Sarmiento nunca fue un modelo de veracidad. Él mismo admite que en su libro, Facundo, acomodó los datos en beneficio de la civilización y contra la barbarie.­

-Yo creo, sin embargo -terció Kleiner-, que hubo un instigador de la muerte de Quiroga y que fue Estanislao López, competidor suyo como figura eminente de la Confederación y que no necesitaba para nada del riojano como necesitaba Rosas. Además, los Reinafé eran hombres de López y por su influencia alcanzaron la gobernación de Córdoba.­

-Es posible -intervino Medrano-. Y fíjense que había otro motivo, de orden menor si se quiere pero que tuvo su importancia para envenenar las relaciones entre Quiroga y López. Me refiero al famoso caballo de aquél, con el que se quedó éste.­

-¿Cómo fue eso? -preguntaron varios.­

-Quiroga tenía un caballo negro, El Moro, que era su favorito. Y había hecho correr el rumor de que le anticipaba el resultado de los combates. Pero Quiroga no contaba con su pingo cuando fue derrotado por Paz en Oncativo. Lamadrid, segundo de Paz, después de la batalla marchó a La Rioja, donde maltrató a la madre de Quiroga y capturó al Moro, llevándoselo a Córdoba. Allí lo encontraron soldados de Estanislao López, que se lo llevaron a su jefe, quien se lo apropió. Quiroga, furioso, exigió su devolución sin éxito, llegando a anunciar que declararía la guerra a López. Intervino Rosas en el asunto y mandó como mediador a su primo Tomás Manuel de Anchorena, que fracasó en la gestión. Para peor, en algún momento López le dijo a Quiroga que no se explicaba su interés por El Moro porque era un matungo. Cosa que el riojano consideró una afrenta intolerable.

-Y puedo agregar otro dato para exculpar a Rosas -dijo Zapiola-. Me contó un amigo mío que, siendo Rosas ya viejo, fue a visitarlo a Southampton un  nieto de Quiroga, hijo del Barón Demarchi y de una hija de Quiroga. Rosas no estaba pero Manuelita lo hizo pasar al escritorio de don Juan Manuel, donde también se hallaba el catre en que éste dormía. Y allí, en lugar destacado, había un retrato de Quiroga con marco de plata. La conclusión de Demarchi fue que Rosas no había sido culpable de la muerte de su abuelo, pues nadie tiene en su cuarto el retrato de alguien a quien haya hecho asesinar.­

-¿Cuál puede ser nuestra conclusión, entonces?- pregunto Gallardo.­

-Lo que queda en pie, a mi ver -respondió Ferro- es que a Quiroga bien lo pudieron hacer matar los Reinafé, por la suyas, o impulsados por Estanislao López. Motivos tenían todos. ¿Les parece necesario distribuir culpabilidades entre ellos? Propongo dejar las cosas así nomás.­

-Estoy de acuerdo -coincidió el expositor.

-Pues venga el coñac -concluyó Avelino.­