Con Perdón de la Palabra

Viaje a las sierras (IV)

La gente suele veranear en Mar del Plata, Miramar, Cariló, Punta del Este, Brasil. O, a veces, en las Sierras de Córdoba. Nosotros lo hacíamos en Lihué Calel. 

Comenzado enero, partía la familia desde Huinca Hué, tripulando vehículos que fueron variando a través de los años. El más utilizado fue una frontal Chevrolet, construida en Canadá para el ejército norteamericano. Cuya gran capacidad apenas resultaba suficiente para dar cabida al pasaje numeroso (somos nueve hermanos) y al equipaje somero (uno de los atractivos de las sierras consistía en que los baños eran esporádicos y no se justificaba mudar ropa demasiado seguido).

Las provisiones para la estadía se adelantaban desde La Moderna, en General Acha, y daba gusto verlas, apiladas en la amplia habitación que hacía de despensa. Se contaban entre ellas bolsas de papas y de galleta que, con el paso de los días, se volvía seca y quebradiza como bizcocho; cajones de manzanas, barricas de vino del Alto Valle, liviano y fragante; aceite, manteca salada, arroz, paquetes de fideos, latas de duraznos al natural, cajas de orejones.

En lo que me atañe, mi mayor preocupación consistía en llegar bien provisto de balas pues, durante esas temporadas, me la pasaba tirando a cualquier cosa que se moviera, desde cuervos y vizcachas hasta cuises y arañas pollito. Otro entretenimiento, amén del de trepar cerros y hacer largas excursiones, consistía en buscar puntas de flechas, raspadores, boleadoras, pedazos de alfarería que atestiguaban que el lugar había sido asiento inmemorial de tolderías sucesivas. También, con frecuencia, hallábamos cartuchos del Remington con que estaban equipados los regimientos de línea y botones de bronce que lucían el escudo nacional, prueba del paso de los sufridos milicos que enfrentaron a la indiada en los años bravos de la patria.

Eran por cierto formidables aquellas temporadas estivales en las sierras. Desprovistas de confort, apuntaban a conferirnos algo del temple que papá procuraba inculcarnos a toda costa. La vida frugal, el contacto con la naturaleza, las prolongadas caminatas, el acecho de alguna presa, sirvieron para forjar el carácter y ejercitar aptitudes que ha perdido el hombre urbano. Razones todas por las cuales recuerdo con nostalgia y gratitud esos días ya lejanos. 

DON GAUNA

He postergado adrede mencionar a uno de los personajes relacionados con las sierras. Me refiero a Pedro Nolasco Gauna, casado con Josefa Antúnez, antiguos pobladores de la zona uno y otra.

Gauna era más vale petizo, de ojos claros circuidos por un halo blanquecino, abundante pelo castaño y bigotito recortado al modo de Adolfo Hitler. Hombre de a caballo, no le hacía ascos sin embargo a acompañarnos en las largas caminatas que organizaba papá, quien había concertado con Gauna un original acuerdo, consistente en facilitarle la explotación del campo a cambio de que él y Josefa hicieran de caseros y nos atendieran durante nuestras estadías.

Pero a lo que voy es a informar respecto a los amplios conocimientos que poseía Gauna en materia de historias vinculadas con luces y aparecidos, como así también a su habilidad para contarlas, respetando las pausas que imponía la cadencia requerida y adornando el relato con detalles enderezados a acreditar su veracidad, que jamás pusimos en duda. 

Las circunstancias de aquellas narraciones solían ser ciertas sobremesas nocturnas, sentados todos en torno a la gran mesa del comedor, cuyo centro ocupaba un farol que proyectaba nuestras sombras contra las paredes blanqueadas y convocaba numerosas maripositas que, encandiladas, giraban en torno al soldenoche trazando órbitas irregulares con sus vuelos. Una botella de ginebra Bols contribuía a animar la velada. 

Inducido por alguna frase oportuna y luego de muchos circunloquios iba arribando Gauna al umbral de sus relatos, deteniéndose allí para permitir que la expectativa llegara a su debido punto. Logrado el cual empezaba a desgranar los datos de tiempo y lugar que prestaban marco al extraordinario suceso que sometería a nuestra atención. Atención ésta que en nada afectaba el hecho de que, casi siempre, conociéramos el caso de antemano pues, como ocurre con los buenos narradores, Gauna podía repetir sus historias sin que ello les restara interés. Por el contrario, las que tenían mayor éxito eran las que mejor conocíamos. 

Lo malo era dirigirnos a nuestros cuartos cuando, avanzada la hora, papá daba por terminada la reunión. Porque la casa de las sierras no contaba con electricidad y, a la luz temblorosa de las velas, el trayecto se nos antojaba poblado de confusas presencias que nos hacían apresurar la marcha y mirar por sobre el hombro para establecer si alguien -o algo- nos seguía. Singular estado de ánimo que podía verse agravado por el paso veloz de un murciélago que agitaba la llama, poniéndola en trance de apagarse. O por el seco ladrido de un zorro que quebraba de improviso el silencio inmenso de la noche. 

Lihué Calel es hoy Parque Nacional. En virtud de una decisión, dolorosa para nosotros pero justificable desde el ángulo del interés general, las sierras nos fueron expropiadas para convertirlas en una reserva de fauna y flora abierta al público. Aún existen en el lugar las ruinas de la casa y una plantita que allí crece, descubierta por un botánico que, al clasificarla, tuvo la deferencia de incluir en su nombre el término latino Gallardia en homenaje a mi padre. 

* El lector podrá leer las tres entregas anteriores en la página web de La Prensa.