Nuevos matices del grotesco criollo

'Stéfano´, clásico de Discépolo, no ha perdido contundencia a pesar de sus casi cien años de vida. Sin embargo, cada puestista supo encararla de un modo personal: uno subrayando lo dramático de la historia, el otro coloreando la tristeza con luz y música.

¿Para qué volver a poner la obra `Stefano' de Armando Discépolo, ahora, a casi cien años de su publicación -fue estrenada en 1928-? Esa pregunta resulta pertinente para cualquier pieza que quiera reciclarse y para esta, tal vez, lo sería más, teniendo en cuenta que mucho del material original, aparentemente, quedó pasado de tiempo.­

Ante todo, debe decirse que se trata de un grotesco criollo puro y duro. Durísimo. Si algo no podría reprochársele a Discépolo, creador del género, es ser condescendiente con la platea. No. Acá se sufre, y mucho. Y la responsabiliad reside ante todo en el protagonista del relato.­

Básicamente, Stéfano arrastró a sus padres desde Nápoles a Buenos Aires -ciudad promisoria por entonces- para cumplir su deseo de triunfar como músico. Una ópera que mil veces prometió crear, y que nunca concretó, simboliza la mayor frutración de este hombre, quien se casó con una argentina y tuvo varios hijos -tres de ellos, ya mayores, aparecen en escena-.­

Nada le sale bien a este inmigrante de principios del siglo XX. Padece y hace padecer. Pero hay matices, claro, formas de encarar ese material, que se ven reflejadas en las, al menos, dos producciones de `Stéfano' que actualmente y hasta fines de agosto, por lo menos, pueden verse en la ciudad de Buenos Aires

La primera que se estrenó cronológicamente, antes de la pandemia, fue la versión de Rubén Pires, protagonizada por Luis Longhi (domingos a las 20 en Andamio 90). La segunda se ofrece desde hace cuatro meses los sábados a las 21 en el teatro La Máscara, con Norberto González a la cabeza y Osmar Núñez en la dirección.­

­COLORES­

Lo primero que puede decirse es que ambas producciones son valientes al replicar la valentía de Discépolo para hablar de temas ingratos: sobre todo esa complicada cuestión de los sueños que no se cumplen.­

En el caso de la puesta de Pires hay una búsqueda en contrastar lo duro del original con mucha luz, música y canto. El director coloreó la tristeza, pero eso no quiere decir que el material sea sencillo ni que se pierda la caranadura dramática. Más bien todo lo contrario. Las bellas interpretaciones musicales y vocales realzan el relato, le hacen fugas saludables. Se destacan, al respecto, las voces de Gonzalo Javier Alvarez (Pastore) y Lucía Palacios (Ñeca).­

El espacio amplio de Andamio 90, en tanto, ofrece una gran oportunidad para desplegar diferentes planos y profundidades que aprovecharon Pires y Gustavo Di Sarro al confeccionar la escenografía.­

El elenco muy parejo, aunque no tan ajustado en términos de edades, se luce por el compromiso en cada escena.­

GRISES­

En tanto, por el lado de la puesta de Osmar Nuñez, desde lo visual -sobre todo, pero no solamente- la cosa luce completamente distinta. Acá se buscó reforzar lo oscuro del original, el drama sin retorno

Por empezar, llama la atención la escenografía en negro de Alejandro Mateo. Objetos, paredes, cortinados, todo luce virado hacia tonos muy oscuros. Desde ahí, el dramatismo y la seriedad ocupan un primer plano. Sólo la pareja de abuelos, interpretados por los excelentes Jorge Paccini y Elena Petraglia, da un poco de aire al dramón del inmigrante y su familia. Ñeca (interpretada por Paloma Santos) llora en serio y el personaje de Margarita, la esposa que compone María Nydia Ursi Ducó, es aún más triste, aunque no llore. En este caso, Ursi elige modos más cuidados y hacia adentro que la explosión y por momentos violencia casi explícita de Maia Francia en la otra versión.­

Finalmente, la clave de ambas producciones reside en sus protagonistas. Las actuaciones tanto de Gonzalo como de Longhi, actores de muchísimo oficio, se luce. Brindan todo de sí mismos para un personaje que no pudo o no quiso romper con sus ataduras. Logran que la platea empatice con ese pobre hombre.­

No hay esperanza, dice Discépolo, y ese sentimiento resulta tan actual ahora como en 1928. En ambos casos, a pesar de la desazón, el público agradece con cálidos y conmovidos aplausos.­