El latido de la cultura

Objetos personales (I)

Un cuchillo de untar, una pequeña radio portátil, la gastada edición de un libro de poemas, un viejo tazón, un cenicero de vidrio, una bicicleta oxidada, una pequeña lata de confites de anis y una lapicera fuente. No me considero alguien demasiado aferrado a lo material. Sin embargo, me resulta difícil imaginar mi vida sin la presencia de estos objetos. Cada uno de ellos carga una historia significativa, me recuerdan una circunstancia que justifica algo y me define. Objetos que a los ojos de cualquier persona llegan a ser tan solo cosas y para mí han alcanzado el grado de elementos. Objetos preciados, maravillosos, personales.­

El cuchillo tiene más de treinta años en la familia. En el mango puede leerse la inscripción de una aerolínea, de la época en la que la comida de los aviones se cortaba con cubiertos metálicos. Mi madre solía guardarlos discretamente en su cartera antes de cada desembarco. Su filo gastado se hunde suavemente en el pan de la manteca que unto en las tostadas de mis desayunos.­

Recuerdo que pagué un precio exagerado por esa pequeña radio a pila, comprada en el mercado persa lindante a una estación de tren. En más de una década de uso jamás me ha fallado. Sin ella, tareas como lavar el auto, podar el cerco o enjuagar la vajilla me resultarían insustanciales. Al tomar mate en la vereda o durante la liturgia del asado, el agudo parloteo me produce una indescriptible sensación de bienestar, un sentimiento que reconozco en el gesto de los empleados de las garitas de seguridad o los serenos entregados a la amplitud modulada a la hora en que la noche ha terminado de cerrarse. Me aseguro de llevar la radio a cada viaje. Y pocas cosas despiertan en mí un sensación de arrobo similar al que siento cuando, al hacer noche en un pueblo desconocido, enciendo la radio en busca de voces que me reconforten. Es mi manera de medirle el pulso de cada lugar.­

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EN ESE LUGAR­

Adquirir un cenicero no es algo que uno haga todos los días. Suelen ser objetos heredados o de procedencia incierta. Cansado de improvisar lugares donde depositar las cenizas, un día resolví comprar uno. No sería uno cualquiera. En mi cabeza tenía la imagen del cenicero que quería tener, de vidrio transparente, cómodo, fácil de lavar. Pagué doscientos pesos en un bazar chino por uno idéntico a los que usaba mi abuela. Es una pieza común, maciza y bella. Cuando estoy en mi hogar no puedo fumar y dejar las cenizas en otro lugar que no sea allí.­

`Estación Finlandia', la obra reunida del poeta Jorge Aulicino, fue publicada por la editorial Bajo la Luna en 2012. Se trata del poeta al que más veces he vuelto. El libro contiene más de diez poemarios de una obra valiosa, escrita en un tono donde prevalece una perspectiva impersonal que muchas veces se vale de procedimientos ficcionales. Los poemas visitados por personajes históricos (pintores, músicos, grandes líderes políticos del pasado) conviven con textos que describen actos cotidianos como el vuelo de una mosca, el lapso que tarda una manzana en oxidarse o la conducta de una bandada de patos. Es una edición preciosa de tapas celestes, muy subrayada, marcada, con los bordes gastados por el uso y las puntas dobladas. Cuando la pierdo de vista por un tiempo, la busco hasta saber donde quedó -como es un libro vivo, se mueve, recorre los cuartos de la casa-, releo algunos poemas y solo entonces me tranquilizo.­

No podría ir a una isla desierta sin la compañía de ninguno de estos objetos.