La carta de triunfo del marxismo: el derrumbe del dólar
El deterioro del valor de la moneda de un país es el prolegómeno de su decadencia; lo mismo ocurre con el capitalismo.
La columna viene sosteniendo que la inflación occidental ha sido el camino disimulado para aplicar un alto impuesto al patrimonio, al ahorro y al capital, mucho más alto y escandaloso que el que los argentinos han debido pagar por vía de la ley, que por otra parte se ha aplicado por decisión de unos pocos y sin intervención de los congresos, ni discusión o debate previos, ni con límite porcentual ni previsibilidad alguna. Como no podía ser de otra manera, el mal empieza desde la cabeza: Estados Unidos.
Como se ha dicho aquí y en tantos otros foros, el sistema financiero norteamericano, y con él el resto del otrora mundo libre está sobreendeudado mucho más que en exceso. A la deuda gubernamental que el déficit sistémico de EEUU (salvo la época de Clinton) obligó a acumular desde Reagan, se agregan el endeudamiento de las familias, estimulado tanto que provocó la crisis de los subprimes en 2008, cuando en vez de meter presos a todos los banqueros complotados en una monumental estafa a la sociedad, se los premió con bonuses inmerecidos y obscenos, a la vez que se los salvó de quebrar con dinero de los norteamericanos y del mundo. Allí también se consolidó la práctica de la Reserva Federal obediente y cautiva, que procedió a comprar bonos basura con dinero emitido sin respaldo de ningún tipo, para salvar a particulares y banqueros de una quiebra global.
De modo que no es casual que, desde ese momento hasta ahora, los gobiernos del norte hayan buscado debilitar al dólar, bajar la tasa lo más cercana a cero posible, y crear una inflación salvadora que, por definición, es y será una inflación mundial. U occidental, si se quiere precisar. Por caso, se puede acusar a Biden de muchas simplificaciones y aún barbaridades, pero no se puede omitir que también Trump abogó por un dólar más débil, impuso la tasa cero y hasta amenazó a China con duras represalias si intentaba una “devaluación competitiva” o sea si no controlaba el valor del Renminbi para que una política china no apreciara la moneda norteamericana. No es posible omitir que, fue en el último año de la presidencia de Donald Trump que la FED comenzó de nuevo con fuerza su política de compra de Bonos de cualquier calidad de empresas. La pandemia le sirvió luego a Biden para aumentar la compra de Bonos privados (la forma que tiene de emitir la Reserva Federal). El mandatario le agregó otros elementos de perpetuación de los efectos de la emisión, como se verá a continuación. Este comentario no debe tomarse como un intento de repartir culpas, sino como un modo de explicar que la inflación es una política de estado norteamericana.
Cara de halcón
El miércoles 26, Jerome Powell, un no economista y no independiente a cargo de la Reserva Federal, puso su mejor cara de halcón, ocultó sus susurros de paloma y lanzó un discurso sobre Wall Street como si fuera un Júpiter reciclado, y prometió que sería durísimo contra la inflación, para lo que en un futuro cercano comenzaría la primera suba de tasas “y luego de eso” dejaría de comprar Bonos, o sea de emitir. Eso fue tomado por medios especializados, -ponele, diría una tuitera- y aún por los operadores financieros, como una mala señal para los mercados bursátiles, finalmente casi un mercado de apuestas basado en los subsidios del gobierno, no en la performance real de las empresas ni en la inversión genuina directa. Las acciones, ya golpeadas por sobrevaluación desde noviembre pasado, cayeron como il corpo morto cade, -diría Il Dante- aunque por un histérico momento, apenas.
Parece pretensioso meterse a opinar entre tantos comentaristas especializados de prestigio mundial, pero el discurso de Powell y su posterior comunicado fueron extremadamente dovish y casi poco profesionales. Solamente un mercado muy frágil, muy artificial, muy poco sólido, puede haberse asustado por su actuación, mucho menos con la mera amenaza de subir la tasa tres o cuatro tramos de un cuarto de punto cada uno, configurando una tasa total de un punto de interés, un nivel técnicamente ridículo. Y aquí empieza el verdadero análisis.
La tasa de interés cero es una aberración con cualquier escuela económica seria con la que se quiera analizar el tema, y aún desde la más elemental lógica. Ni siquiera hablar en el exceso de una tasa negativa, que sólo puede ser aceptada por una sociedad en estado de delirio o de ebriedad colectiva. Nada raro en un sistema mundial donde los bancos cobran para mantener los depósitos. Y dónde se han convertido en vigilantes impositivos y jueces de las reglas de lavado de dinero. Pero lo más grave es que la tasa de interés es el mecanismo de todo sistema económico para medir la eficiencia, la calidad y la prioridad de los proyectos, su conveniencia, su viabilidad, su éxito y su premio. Eliminar ese concepto, es un torpedo en el sistema capitalista. Tasa cero implica que los proyectos, las empresas y las inversiones son una lotería. Casi, casi, lo que están reflejando las bolsas. A esto se agrega que las empresas y los emprendimientos consiguen dinero fácil, para cualquier aventura, cualquier estafa, cualquier engaño, cualquier pirámide. Por supuesto, más adelante se pagan todos los precios juntos de esa liviandad. En términos más técnicos, la tasa cero es la negación misma de la importancia de la eficiencia, la excelencia y el éxito. Si la tasa es cero, nada más cuenta.
Esa tasa cero, per se, es suficiente para anular la función del emprendedor, el riesgo empresario, la selección natural de proyectos. Es un camino seguro al fracaso, y también al desempleo sistémico que eso genera. Es el anticapitalismo. Ese concepto es el que se entronizó en el corazón mismo de la primera potencia del mundo.
Los errores se pagan
Por supuesto que la tasa nula es la correlación lógica de un mercado donde se ha emitido moneda muy por encima de la relación con los PBI, muy por encima de lo que la actividad requiere. Porque se usó para tapar los errores, para hacer resucitar los cadáveres de los negocios mal pensados, o mal gestionados, porque en vez de meter presos a los estafadores de guante blanco se lo salvó, y también se salvó a los que, sin meditarlo, apostaron a ellos con liviandad, algo que no está permitido en el capitalismo. Los errores se pagan, aunque sean de buena fe. El dinero se pierde si se invierte mal, se tratase de quien fuere, banco o inversor o ahorrista. Y las trampas y estafas se pagan con la cárcel, además de con la pérdida de la inversión. No es una cuestión de ética protestante, como se ama decir. Es la más simple consecuencia económica. Es lo que permite rechazar la crítica de que toda riqueza es injusta y se basa en empobrecer al resto de la sociedad. El too big to fail, el conveniente nuevo credo norteamericano, que se consolidó a partir del último cuarto del siglo XX, cuando las empresas abandonaron el pago del dividendo e inventaron el concepto de “agregado de valor” que llevó a la autocompra de acciones, a las fusiones, mergers y adquisiciones, a los CEO’s multimillonarios gracias a las stock options, cuyo trabajo era hacer subir de precio las acciones que se les regalaban, sin importar si habían seriamente agregado valor, si habían pagado adecuadamente al inversor, o sea declarado los dividendos, o la tasa de interés, o si habían colaborado al crecimiento de la economía real. Y cuando todo tambalea, cuando el mercado se agota, cuando los Enron estallan, cuando algún ING resulta haber sido el único asegurador de todos los créditos subprime, que permitió a los inocentes banqueros venderlos securitizados como triple A y ganar fortunas hasta la trampa, como el caso de Merrill Lynch y su venta al Bank of América, donde se pagó el bonus a los ejecutivos por ganancias teóricas de títulos subprimes comprados después de conocerse el fraude, entonces se recurre al estado americano que hace suyas (o de todos) las pérdidas, salva a sus bancos y a los del mundo, patea el cadáver para más adelante y se emite para tapar todo bajo el amparo de la Modern Monetary Theory, un engendro que no responde a ninguna teoría, que dice que la emisión no produce inflación, o cree, como dice el inoxidable Martín Guzmán, que la inflación es multicausal.
Y ahora es posible volver al presente. Con ese escenario previo de base, la pandemia de Biden fue un gran doble o triple justificativo. Para que las amazonas de los entes internacionales, que coinciden en el pensamiento con las amazonas bidenianas, se apresuraran a recomendar emitir sin límites para paliar el cerramiento de la pandemia, que se hizo manumilitari y acusando de asesino serial al que no promoviera el cierre total de los países, para que no hubiera excusas. El mundo entero emitió, en cumplimiento de ese mantra. Paralelamente, se convirtió dialécticamente ese momento pandémico en un inexorable reseteo de justicia divina, que sacaría el dinero de los ricos y se lo daría no ya a las pobres sino a una nueva raza de desiguales, que con el crucifijo del coeficiente de Gini peregrinaron por todas las Orgas en busca de apoyo en su demanda de una Renta Universal sin trabajar. Así se hizo y se hace. Países con un mínimo de racionalidad como Uruguay, fueron criticados por no haber cedido a la tentación de repartir dinero Micky Mouse, como alguna vez en Disneylandia, cuando en realidad estaban intentando ejercer la tarea de gobernar en un momento muy duro, confundidos por una OMS que hizo todo lo posible por confundir a todos, con bastante éxito.
Ese accionar no sólo santificó la Magdalena de la emisión, como alguna vez la guerra justificó que Keynes hiciera lo mismo antes de llevar a UK al default. (Su frase “en el largo plazo todos estaremos muertos” es, en tal sentido, un monumento inolvidable a la irresponsabilidad. Bailar sobre el cadáver de dos generaciones) También el cierre tiránico llevó a restricciones, controles fronterizos, pases, prohibiciones, interrupciones, baches en el transporte y la producción que culminaron en lo que hoy se conoce como “disrupciones en el sistema de producción”, que no llovieron del cielo como el virus, sino que fueron diseñadas y decididas erróneamente (¿o deliberadamente?) por los líderes mundiales. Así ocurrió el faltante de camioneros golondrina en UK, o la barbaridad de las diferencias de demanda entre los containers de y hacia Los Ángeles, o la falta de semiconductores, o cualquier otra supuesta contingencia, que no tienen nada de tal, sino que fueron decididas y santificadas.
Otro razonamiento falso
De igual modo, el proteccionismo americano, exacerbado por Trump, y que Biden se ha ocupado de confirmar, también afectó la competencia nada menos que con China, durante 25 años el encargado de mantener los precios globales en caja, siguiendo los principios más profundos del capitalismo y de la economía clásica.
La suma de esos elementos, más el voluntarismo de las amazonas de Biden la propia falta de percepción del presidente, mueve a un aumento de costos de materias primas y sueldos que hace decir a muchos que la inflación se debe a la necesidad de pagar más por esos bienes y recursos. Falso razonamiento. Se paga más por esos recursos porque alguien se ocupó de eliminarlos, de impedir su presencia, de obstaculizar la competencia, de usar el sistema salarial para supuestamente compensar desigualdades, en vez de para premiar productividad. El Primer Mundo comete el mismo error, -ponele- que el futuro premio Nobel Guzmán, al creer que la inflación es multicausal. Para ponerlo en una sola línea, si no se hubiera ocupado todo el sistema gobernante (de los que Australia y Nueva Zelanda son apenas leves ejemplos de incoherencia) de emitir moneda como quien reparte caramelos en Halloween, ninguno de todos esos elementos y distorsiones generarían inflación, más allá de todos los efectos secundarios que podrían causar, que es otro tema, por más que sea importante.
Luego de este breve panorama, se puede volver a la inflación estadounidense, que en 2022 fue, -ponele, otra vez- 7%. Esa cifra gravísima para que ocurra en la moneda central del sistema, al que EEUU ya traicionó al salirse primero del patrón oro y luego de los acuerdos de Breton Woods, hizo asustar aún a los propios legisladores demócratas que en un año electoral sienten a riesgo sus constituencies, y sacudieron a un sector aún sensato del Partido Demócrata. Powell, en busca de su renombramiento por otro término en la FED, para lo que necesitó la anuencia del Senado, se puso el disfraz de halcón hace un mes, y ahora lo volvió a usar, pero sin decir nada. De modo que Wall Street se asustó por nada. Frente a lo dramático de ese nivel de inflación, un profesional habría actuado yendo por delante de la inflación, y aplicando ya mismo una suba de tasas de no menos de medio punto, lo que suena sacrílego para quienes viven de vender humo. Y no sólo habría parado de comprar bonos basura, sino que habría empezado a cortar subsidios y a vender los bonos basura comprados durante estos años. O sea, a retirar dinero del mercado. Cosa que ni Powell ni Biden ni ningún presidente a la vista, ni Wall Street quieren que ocurra. Nada de eso pasó. Sólo se volvió a reiterar la amenaza de hacerlo.
Pero si alguien se tomase la molestia de hacer un cursito de economía, se daría cuenta que por dura que sea la amenaza, la inflación no la escuchará. Es solamente cuando se tienta con una tasa de interés adecuada para sustituir el gasto en bienes por el gasto en ahorro, que los efectos de la emisión se pueden atenuar. Y es retirando dinero del mercado como mejor se apoya ese concepto, para no tener que seguir eternamente pagando más intereses, algo en lo que también puede darles cátedra el hijo de Stiglitz que supimos conseguir.
Se corta con recesión
Pero claro, toda inflación se corta con recesión, aunque sea breve. Finalmente se trata en frenar el consumo. Algo inaceptable para los gobiernos, mucho menos el americano, que necesita licuar deuda y jamás dejar de crecer, mucho menos para Biden, que además está en un año electoral, mucho menos para las amazonas, que sólo quieren repartir. Y definitivamente mucho menos para Wall Street, que como ya casi no negocia en acciones que paguen dividendo necesita vender humo. Porque cuando se habla de Biden en el poder, es muy difícil olvidar a Carter el padre de aquella monumental inflación del 15 % que paró el último valiente: Paúl “volvé” Volcker.
La inflación del año pasado del 7%, que en algún momento alguien llamó mentirosamente “transitoria”, no se ha ido, está ahí, porque nada se ha hecho para que se vaya ni se achique. De modo que, si ese número previo ha asustado a mucha gente, habrá que imaginar lo que ocurrirá cuando se publique la cifra definitiva de enero, (la provisoria probablemente sea manoseada). Es muy factible que el guarismo estará en el rango de 0,50 y 0,70 %, y será acompañado por la clásica frase de que se espera que “vaya disminuyendo a lo largo del año, hasta llegar a un 3% anual”. Otra falacia. La cifra real de 2022 puede ser demasiado parecida a la de 2021, y lo será más si la FED se limita a hacer lo que prometió, es decir, llevar en un año la tasa de interés a 1.25% anual y dejar de emitir algún día. Y la pérdida de capital en los dos años será acumulativa y así sucesivamente. Nunca se achicará. Nunca será “temporaria”, porque no se permitirá una deflación, enemigo mortal del mayor deudor del mundo.
Si la tasa de enero llega a estar en esos valores, habrá que prepararse para otro sobresalto de Wall Street, que no puede soportar la idea de una tasa de 2 y medio o 3 por ciento anual, o más, si en serio se quiere detener la inflación, -ponele. Es cierto, como dicen algunos bancos, que en 40 de los últimos 50 años se han producido oscilaciones de este nivel en el mercado accionario, pero también es cierto que el índice Standard&Poors cerró ayer a un nivel todavía 20% mayor que en el momento prepandémico.
Es una cuestión de confianza. ¿En qué? ¿En quién? Es acaso una cuestión de desesperación, al ver cómo se esfuman los ahorros con esta inflación global provocada deliberadamente, sin que aparentemente nadie tenga la vocación de detenerla, salvo algunos discursos de compromiso como los de Powell. En tales condiciones, habrá quien prefiera poner su dinero hasta en tulipanes, como saben los holandeses, en vez de dejarlo agonizar y perder poder adquisitivo de a poco.
Pero la inflación tiene otro efecto. Es la destrucción del capitalismo. La prédica de todos los teóricos neomarxistas y hasta del propio Marx, que sabían que la clave del capitalismo es la confianza, y nada destroza más la confianza en las personas, los gobiernos, los estados, los sistemas y el mismo progreso que la inflación. Aunque el mordisco sea “nada más” que del 7% anual. En eso el marxismo ha ganado mucho más que la primera batalla. El Gran Reseteo está en marcha.