UNA MIRADA DIFERENTE
El estatismo es peor que el socialismo
La burocracia estatal es la destructora de toda economía, lo usa de excusa y termina siempre siendo verdugo de la libertad y secuestrando la democracia.
Ya conté aquí mi odisea con la guía-chaperona de turismo rusa en 1985, (Ley de alquileres: Masterclass de socialismo), pero falta el final de la historia. En ese primer viaje a la URSS, esperaba encontrarme con una opresión tangible en las calles, de policías, soldados, prepotencia de brazalete, difusos pogromos siberianos, la KGB siguiéndome por entre las Venus y Giocondas falsificadas del Tretiakov de Leningrado y micrófonos obsesivos en el cuarto del hotel. Tal vez algún tanque apuntándome.
Casi me desilusionó no poder encontrar nada de eso. En cambio, había una sociedad convencida de que estaba aún librando la guerra por “la madre patria”, de ancianos con condecoraciones de guerra que lucían orgullosos (legítimamente) sobre las solapas y la pechera de sus sacos marrones. De larguísimas colas para comprar alimentos o lo que fuera, a las que estaban sometidos los ciudadanos locales, que no podían comprar y pagar en dólares en los mismos lugares donde compraban los turistas y viceversa. Los sistemas de distribución siempre fueron unos de los enemigos preferidos del comunismo, una intermediación que creyeron innecesaria y que suplían con las colas de horas y la escasez resignada e incorporada.
Una sociedad acostumbrada a que los funcionarios le dijeran dónde podían vivir, trabajar, sa qué tiendas podían entrar o en qué hoteles estaban autorizados a hospedarse o simplemente a visitar. Cuánto debían ganar, cuando podían casarse, o tener hijos, o mudarse de casa o de ciudad. A leer lo que estaba permitido – lo que no estaba permitido simplemente no circulaba – la ropa era poca y uniforme, salvo la de las bellas prostitutas, que pagaban fortunas a las turistas para que les vendieran sus jeans, una prenda erótica y sofisticada en ese mundo, en ese momento.
Al llegar a mi hotel, vedado a los soviéticos comunes, me señalaron un mostrador lateral, una especie de oficina estatal, donde dos señoritas de uniforme negro, suerte de azafatas migratorias, me sacaron el pasaporte. Intenté una protesta, pero me informaron que me sería devuelto en ese mismo mostrador el día de mi viaje. Respetuoso de algún imaginario cosaco, acepté mi destino de indocumentado y me marché sin protestar demasiado. Durante los días siguientes, y a pesar de que la visita era puramente turística, con todas las limitaciones inocentes y la relativa interrelación que eso implicaba, me topé con una maraña de reglas, rigideces, imposibilidad de cambiar turnos, lugares de comida, horarios de museos o visitas, entrar a un negocio no permitido para turistas o simplemente de bajar del bus y caminar libremente un par de cuadras.
Doctor Zhivago
Agobiado por esa silenciosa, invisible y casi benigna opresión, que se sentía a cada paso, decidí marcharme dos días antes de lo previsto. No pude entrar al hotel donde estaba la oficina de Quantas, porque era sólo para locales, pero logré hacer el trámite telefónicamente, algo sólo posible porque se trataba de una aerolíneas australiana. No se podía en Aeroflot. Quedaba recuperar el pasaporte. Las azafatas estatales de negro me informaron que el pasaporte estaba en una oficina especial, y que recién llegaría al hotel el día de mi viaje. Ahí estaba en mi calabozo virtual, sintiéndome el Doctor Zhivago, reclutado a la fuerza por las tropas rojas.
Luego de un largo proceso para poder entrar al edificio, que tenía la construcción que cualquier argentino identificaría con el estilo mussoliniano o peronista, llegué al mostrador tras el que una azafata oficial de uniforme negro escribía afanosamente a máquina, un artefacto de esa época que servía para escribir informes importantes e inútiles que siempre las azafatas estaban escribiendo, como la CIA. (Explicación para los pocos mile y centennials que me lleguen a leer) Me quedé respetuosamente parado 15 minutos frente a ella, solitario y esperando que me atendiera, siempre contenido por el miedo al Gulag.
En ese momento comprendí cuál era la real opresión que sufría el pueblo ruso y toda la zona europea cautiva: estaban presos de su burocracia, no del comunismo ni del heredado estalinismo. Ya no había una amenaza, ni un enemigo, ni una epopeya, ni una razón real para la escasez, ni para sacrificar la libertad. Quedaba solamente la burocracia. Que ya no necesitaba de violencia, de causas, de razones, ni siquiera de leyes ni de prisiones o sanciones. No importaban ya el socialismo, la economía ni el bienestar universal prometido. No existía la excusa de la causa comunista, o había quedado en el olvido. La sociedad estaba domada y entregada. Esa era la opresión, ese era el régimen, esa era la razón, el método y el objetivo. El alfa y el omega. El principio y el fin. Esa era la patria y la vida. La URSS era una burocracia. Sin aditamentos. Reina y ama. O zarina.
En tan breve lapso saqué otra conclusión que expongo más adelante. Pero de pronto, en aquél instante recordé una anécdota de mi querido amigo Miguel Brascó, el que le enseñó a opinar sobre vinos a más de un famoso comentarista especializado. Ante una disyuntiva similar, y frente a la ignorancia e invisibilidad a la que lo sometía la burocracia del Banco Nación, ¡se acostó sobre el frío mármol del mostrador! Se quedó allí, duro, como Dustin Hoffman en Pequeño Gran Hombre, hasta que un supervisor escandalizado lo vino a atender.
Me tiré a través del mostrador y cabeza abajo sobre la máquina de escribir, fingí leer y curiosear lo que la azafata estaba escribiendo. Se molestó y ahí me preguntó qué quería, y conseguí mi pasaporte de vuelta, no sin previa interconsulta con otras dos azafatas vestidas de igual negro unánime. Siempre consultan.
Planificación obsesiva
Sobre el fin de la Segunda Guerra el filósofo, economista y sociólogo Friedrich Hayek escribe su The Road to Serfdom, donde como es archisabido sostiene valiente e irrefutablemente que tanto el comunismo, como el socialismo, como el nazismo, eran en esencia lo mismo: gobiernos de planificación central, o sea estructuras de partidos únicos que determinaban lo que le convenía a cada individuo, y cuál era la mejor manera en que cada uno debía gastar su propio dinero. Valientemente, digo, porque por razones de alianzas bélicas y de justificación, los países (o los sátrapas) se ocupaban de presentarse como diferentes a los otros sistemas. (Perón trató durante muchos años, como luego lo hicieron sus socios sindicales), de “vender” a su partido como un mal necesario para evitar el comunismo. No muy distinto a Franco. Lo que Hayek planteó, y si bien se repite como loro se tiende a olvidar por conveniencia, fue que esos sistemas de planificación central necesitaban la acción permanente y creciente del Estado, y escondida detrás de él, las burocracias, que se ocupaban de planificarlo todo hasta la obsesión. (Cosa que el libre mercado hacía “de taquito”, mucho mejor y automáticamente, sin costosos ineptos “atareados”)
Pero las burocracias tenían otra función. Cuando su fatal arrogancia las llevaba directamente al fracaso, se ocupaban de obligar a la sociedad a comportarse de acuerdo a lo que el sistema había planificado o quería. O sea, se transformaban en dictaduras. Los Stiglitz y Georgievas de entonces. O los magos de las fórmulas matemáticas que empobrecieron y empobrecerán a todos. Esa realidad se ha repetido indefinidamente y sin un solo caso que no respondiera al estereotipo descripto por el austromericano.
En el camino surgieron disfraces, como la socialdemocracia, la democracia cristiana, la doctrina social, la rama económica de la teología de la liberación, el documento de Aparecida, el desarrollismo localmente, más el peronismo con todas sus caretas, el latinoamericanismo, el castrismo, el chavismo, y mil apodos, pero todas esas variantes contenían el estigma de la planificación central. Lo mismo pasa hoy. A veces no tan abiertamente. Por ejemplo, un gobierno que controla el tipo de cambio ya ha plantado la semilla de ese estigma, que germinará hasta descontrolarse y esparcirse y terminará siempre en el mismo embudo fatal. Como un gobierno que fije precios, sueldos, mecanismos de distribución de riqueza, bienestar garantizado con tributoss, y cualquier otro mecanismo que simultáneamente obligue a la sociedad a comportarse según su plan, a gastar o donar su patrimonio o su ganancia de un determinado modo, y que para lograrlo necesite una burocracia obsesiva y minuciosa, que mida los centímetros de exhibición en cada góndola, que se meta en cada empresa a enseñar lo que no sabe o decida emitir moneda desaprensivamente, o cobre impuestos para repartirlos dadivosamente hasta matar la generación de riqueza. Y esto vale no sólo para Argentina sino para cualquier país por grande que fuere.
No hace falta partir de la rimbombancia de declamar un comunismo, o un socialismo drástico. Basta un esqueje de planificación central para que cada día el brote crezca, las medidas y leyes aumenten y sean más obsesivas, puntillosas, inútiles y contraproducentes. Parche sobre parche. Y, de paso, aumentarás la burocracia, con el agregado de su costo, no sólo el de sus medidas, sino el de funcionamiento. En Argentina, como en otros países, la división original entre la burocracia estatal y el poder político cayó hace mucho, hoy es la misma cosa, con lo que cuando se habla de estatismo se habla de burocracia y de partido gobernante.
Alimento y excusa
Por lo que ahora se puede reformular el pensamiento de Hayek. Las burocracias necesitan al socialismo, al comunismo o a cualquier otro engendro de planificación central no sólo para dar sentido a su existencia, sino como alimento y como excusa. Estatizar con la excusa de socialismo o distribucionismo o lo que fuera, no es más que darle poder a la burocracia hasta que se convierta en dictadura, ya no importa quien fuera el dictador. Y no importa el fracaso sistemático de la promesa. Lo que importa es estatizar.
Se ve claro con un ejemplo. Supongamos un país socialista pero donde la administración de ese socialismo fuera privada. Un país donde la sociedad pagase los mismos impuestos que fueran por caso a la enseñanza pública, pero en vez de tener un Ministerio de Educación de la Nación que no gasta un centavo en docentes, y un sistema estatal de privilegios en complicidad con el sindicato, cada escuela pública tuviera un comité de padres, (que se renovase cada año sin reelección, obvio) que eligiese a un director, que lo controlase tanto en lo administrativo como en calidad educativa, que ese director eligiese y remunerase a su cuerpo docente, que esa escuela recibiese premios del Estado según el resultado de las pruebas de evaluación y aún de su éxito para ayudar a integrarse a los alumnos menos favorecidos. Además de que el sindicato se opondría por razones ideológicas, algo que hay que evaluar en toda su negatividad, ¿sería eso lo mismo que un sistema de educación vía la burocracia estatal? ¿Dónde se hace? En Suecia. Mire usted.
Multiplique esa pregunta por cada una de las funciones del estado o por cada socialismo que se le ocurra. Jubilación, por ejemplo. En Argentina, o en Uruguay, para no ensañarse, es mucho más lo que el sistema jubilatorio gasta en pagos de subsidios y dádivas que no tienen relación con los jubilados legítimos y el contrato que la sociedad ha hecho con ellos, que lo que se gasta en sus legítimos beneficiarios. Eso le convendrá a la burocracia. Pero no a los jubilados con aportes plenos. Y derechos plenos. Tampoco le conviene al país. ¿No deberían los jubilados administrar sus fondos y cuidar que no se los quitasen por ninguna vía ni usen esos fondos para comprar papelitos de colores del gobierno o para cualquier otro fin? Y ahora piense en un hospital. Con los mismos fondos asignados por una ley del estado. Pero manejado por los ciudadanos de cada comunidad, a los que usted conoce y ve todos los días. ¿No es esa una mejor democracia directa que la que propone hacer plebiscitos para todo, otra forma de delegar el bienestar de cada uno en la burocracia estatal? Ahora aplíquelo a todo.
Más allá de la discusión filosófica de si hay derecho a sacarle a los que tienen algún ingreso para darles a los que no lo tienen o no quieren esforzarse por tenerlo, la sinonimia entre socialismo y gestión estatal es falsa. Sólo sirve como una enorme coartada para justificar la presencia y legitimar la acción siempre prepotente de la burocracia. Y para convalidar y fomentar el robo, el acomodo, el exceso, la pugna desaforada por el poder, que es la pugna de todos los políticos por manejar la caja.
Nueva Oligarquía
Si la burocracia no encontrase una excusa para su existencia, la discusión sería menos enconada, la grieta sería menos profunda y más fácil de zanjar. El socialismo, asistencialismo y aún la limosna manejada por privados, son siempre superiores a esos mismos criterios o filosofías manejados por el Estado. E infinitamente más democráticos y honestos. La burocracia se ha transformado en el fin, no en un medio. Un costoso e ineficaz fin. O un medio, pero de riqueza para unos pocos. Por esa sinonimia, ahora sí, entre los políticos y la burocracia, es que se habla de la Nueva Oligarquía, la Nueva Clase. Los políticos no prometen el socialismo, la lucha contra la desigualdad, el reseteo universal, ni ninguna otra planificación central por convicciones, ideologías o principios. Los proponen porque les genera la rentabilidad de manejar esos sistemas. Y porque les da la excusa para eternizarse y caminar en dos patas en vez de cuatro, como dirían los chanchitos de Orwell, como tan bien ejemplifica el culebrón de Olivos, magnificado por la torpeza, ordinariez y precariedad del colectivo peronista dirigente. Como los cerdos en dos patas de Rebelión en la granja, diría Twitter.
Estos políticos que preconizan esas teorías de reparto, igualdad y equidad universal, no solamente no lograrán cumplir sus promesas, sino que crearán más pobres, como hasta ahora. No les importa. Porque luego de ese proceso, habrán acostumbrado a las sociedades a su tiranía y la sociedad habrá olvidado hasta la razón por la que sacrificó su libertad. ¿No será por todo eso que reclaman las masas en todas partes? ¿No será que la burocracia se ha devorado a la democracia?
Y vuelvo a recordar a Borges en su cuento La lotería. Un país en el que todos sus ciudadanos amaban el juego y apostaban cada semana en una lotería con grandes premios. Para garantizar que no hubiera fraude, el gobierno decidió estatizar el juego. La ciudadanía apostaba cada vez más y los premios aumentaban día a día. Entonces el Estado decidió que, para hacerla más atractiva, la lotería no entregaría premios en efectivo, sino que garantizaría al ganador el cumplimiento de lo que más desease en la vida. Su sueño más secreto. A fin de evitar errores, apresuramientos y equivocaciones de los jugadores, el estado creó una maquinaria burocrática que se ocupaba de espiar a cada uno para saber con certeza cuál era su mayor deseo, o aspiración. Ese era el premio que se le otorgaba si salía su número y toda la sociedad aceptaba el sistema con alegría, ya que le aseguraba semejante premio. La burocracia se hizo así gigantesca, asfixiante y total.
Con el tiempo, dice Borges, se dejaron de dar los premios y la gente se olvidó de ellos. Pero quedó la burocracia del estado controlando, espiando y rigiendo.
Cuando despegó el avión de Quantas del aeropuerto de Moscú, sentí que había recuperado la libertad. Una suerte. El pueblo ruso, que no pudo irse, nunca más fue libre. Pero ya se olvidó de la guerra de la madre patria y del comunismo salvador. Le queda la dictadura.