El proceso de emancipación chileno y "la inmortal Buenos Aires"
Por Juan Eduardo Vargas Cariola *
El 10 de septiembre de 1808 llegó a Santiago, procedente de Buenos Aires, un propio enviado por el virrey Liniers con papeles que daban cuenta de que Carlos IV y Fernando VII se encontraban cautivos en Francia; que España estaba ocupada por 100 mil soldados de Napoleón; que no pocas de sus autoridades aceptaban al invasor; que José, hermano del emperador, era ahora rey de España; que el pueblo de Madrid desafiaba a los franceses y que, en fin, una Junta de Gobierno, que se acababa de organizar, decía representar a toda la nación.
La difusión de estas nuevas, que remeció el ambiente de la ciudad, generó, en una sociedad acostumbrada a “pensar [sólo] en tiempo presente”, una gran incógnita respecto del porvenir. De ahí que esas noticias fueran el punto de partida para que la mayoría, por primera vez, tuviera la sensación de que la monarquía no era inmutable, de que el orden político, en otras palabras, estaba sujeto a vicisitudes y a lo imprevisible. Y que hubiera necesidad de preguntarse por el futuro del rey, la legalidad de los organismos que surgieron para gobernar en su nombre e, incluso, por la obediencia a las autoridades locales.
Un día antes el cabildo de Santiago, dada la ansiedad con que se aguardaban las informaciones procedentes de España, decidió establecer un correo mensual con Buenos Aires. Se pensaba que así se podría saber lo que acontecía en la Península, sin tener en cuenta que las comunicaciones que se esperaban, al ser a veces favorables y otras tantas adversas a la resistencia española, impedirían discernir lo que sucedía.
En medio de este clima plagado de incertidumbre, y a medida que se confirmaban los triunfos galos en la metrópoli, los criollos se persuadieron de que no tenía sentido seguir sujetos a las instituciones peninsulares que aceleradamente perdían su significación, ni tampoco a las autoridades americanas, cuya lealtad al monarca se ponía en duda en la medida que se las veía más preocupadas de cuidar sus carreras administrativas, que interesadas en el destino de Fernando VII o de sus vasallos americanos.
Eran los reproches que se le hacían en Chile al gobernador García Carrasco, los que se convirtieron en ácidas críticas cuando ordenó desterrar a Lima, bajo la acusación de propugnar una junta, a tres influyentes criollos. La medida, que era injusta y sin fundamentos, dio pábulo para que el “pueblo”, que reclamaba justicia, presionara hasta conseguir su renuncia en el mes de julio de 1810.
Un Gobierno propio
La Junta Buenos Aires aplaudió ese paso y de inmediato le remitió al cabildo de Santiago un oficio en el que lo incentivaba a instalar un gobierno propio, aludiendo a que el virrey del Perú estaba “empeñado…en castigar y sofocar la enérgica resolución de haber arrojado al indecente déspota (García Carrasco) que… dominaba” al reino de Chile; advirtiendo que este peligro se mitigaría si se “organizaba… una representación legítima del Monarca ausente…”; y asegurando que esta solución contaría con la “garantía de la Gran Bretaña, de que esta capital está disfrutando y (también) con los auxilios de estas provincias…”.
Que estas “seguridades” alguna trascendencia tuvieron en la decisión de constituir la Junta de Gobierno de Santiago, el 18 de septiembre de 1810, lo sugiere la respuesta redactada por el cabildo algunos días después, en la que subrayaba “que Chile descansa en la sublime gloria de su tranquilidad y se promete perpetuarla cuando estrechando sus relaciones con V.E. puede añadir a los recursos con que se prepara contra cualquiera invasión (del virrey del Perú) las luces y auxilios de la generosa e inmortal Buenos Aires”.
Las luces provenientes de la “generosa e inmortal Buenos Aires” se hicieron sentir, a partir de entonces, en varios campos. Uno de los más sugerentes corresponde al discurso con el que algunos porteños y cuyanos, que eran vecinos de Santiago, abogaron en favor de un ejecutivo revestido de máximas atribuciones. En caso contrario, auguraban, la independencia por la que se luchaba, naufragaría.
Ese planteamiento, sin embargo, no fue acogido por los criollos prendados de la modernidad política republicana y, asimismo, por los que seguían adheridos al imaginario político colonial. Unos y otros abroquelaban, desde justificaciones diferentes, los derechos del “pueblo”, y no toleraban que se les desconocieran, ni siquiera en las circunstancias cruciales que se padecían.
Los refuerzos
El choque entre ambas culturas políticas era inevitable y se aprecia, por mencionar un ejemplo conocido, a propósito de las desavenencias entre la Junta de Gobierno y el cabildo de Santiago, surgidas poco después del 18 de septiembre. Convencidos los integrantes de este último de que eran los diputados del “pueblo”, tal como sucedía desde el siglo XVI, exigieron ser escuchados a propósito de la decisión que tomó la Junta de Gobierno de remitir un auxilio de hombres a Buenos Aires. De poco o nada valió ese reclamo. La Junta, guiada por el mendocino Juan Martínez de Rozas, su vocal más gravitante, no se enredó en consultas y remitió, sin demora, ese refuerzo al Río de la Plata.
La urgencia con que se esperaba justificaba proceder con rapidez y prescindir de la opinión del “pueblo”. Antonio Álvarez Jonte, por su parte, comisionado de la Junta de Buenos Aires en Santiago, aplaudía esa iniciativa y era explícito al sostener que, en una situación en la que “cualquier demora es perjudicial…, no son las leyes ni los trámites ordinarios… los que han de salvar a la patria, sino las fuerzas reales y efectivas…”.
No es del todo descaminado suponer que las ideas de Martínez de Rozas y Álvarez Jonte fueran acogidas por los criollos que postulaban que la “salvación de la patria” –esto es, su independencia- sólo se alcanzaría mediante la acción de una autoridad sin contrapesos.
José Miguel Carrera, que inició su ascenso al poder en 1811, participaba de esa convicción. La primera sublevación que planeó, en el mes de septiembre, no encontró mayores tropiezos. Le resultó sencillo subordinar a parte de la tropa y remover, gracias a la intimidación militar, a ocho diputados que no consideraba “buenos patriotas”, reemplazándolos por figuras que le daban confianza política.
No le hacía fuerza que los primeros hubiesen sido elegidos por el “pueblo” y que el mandato de los segundos naciera de su voluntad. Lo determinante era “salvar a la patria”, de la manera como entendía esa tarea y sin dar lugar a otras opciones. Una segunda insurrección fue clave para que el Congreso lo nombrara vocal de la Junta de Gobierno; y un tercer golpe, que dio en el mes de noviembre, resultó decisivo para obligar al Congreso a “cesar sus funciones” y a entregar al “ejecutivo todos los poderes”, en circunstancia de que los otros dos vocales que lo acompañaban en dicha Junta, disconformes con su conducta, ya habían dejado sus puestos.
Quedaba así Carrera dueño del ejecutivo y convencido de que la clausura del Parlamento se asemejaba a la disolución de la Junta Conservadora en el Río de la Plata. Hay que celebrar –decía- “que estén uniformadas las ideas de ambos Estados”; y que Chile, al seguir la huella de la “inmortal Buenos Aires”, adopte el camino más propicio para consolidar su independencia.
Autoritarismo vigoroso
Buena parte de la elite, a esas alturas, compartía ese ideal, la independencia, pero le repugnaba, por los excesos que cometió, el “autoritarismo vigoroso” de Carrera. Era un estilo de gobierno contrario a la tradición política colonial y, desde luego, a lo que enseñaban Rousseau y otros autores que predicaban la modernidad republicana. Algunos, por lo mismo, le hicieron ver que el “pueblo se hallaba oprimido y tiranizado”; otros le advirtieron que “no hay resorte capaz de contener a los hombres que se creen oprimidos del despotismo” y hubo quien, en respuesta a la persecución de que fue objeto por sus opiniones privadas, le hizo notar que la “libertad de pensar era invulnerable… (Y que) los grillos, las cadenas y aún la muerte misma no tienen imperio para destruirla”.
El ambiente contrario al caudillo, unido a los escasos éxitos militares que consiguió en los enfrentamientos con las tropas realistas mandadas por el virrey del Perú, movieron a la nueva Junta Gubernativa –de la que ya no formaba parte- a ordenarle que entregara su renuncia a la jefatura del ejército. Sus intentos por recuperar el poder se estrellaron con la oposición de buena parte de la elite, convencida de que los “sagrados derechos de los pueblos no deben ser hollados… por una facción popular, ni por una sorpresa de las armas”.
Bernardo O’Higgins, que lo reemplazó en dicho cargo, no pudo evitar que los realistas obtuvieran una gran victoria en el sitio de Rancagua, acaecido en 1814. Ese desastre importó que Chile, de la noche a la mañana, volviera a ser una colonia de España. Pero fue por breve tiempo. Porque tres años más tarde los “auxilios de la “generosa e inmortal Buenos Aires”, así como el ilimitado esfuerzo de Cuyo, le dieron al general José de San Martín los recursos para organizar el Ejército de Los Andes.
Será esta fuerza la que derrote, en 1817, a las armas realistas en la batalla de Chacabuco, dejando así la ruta despejada para que se comenzara a consolidar la “regeneración” americana, y para que el destino de Chile quedara en manos de los chilenos, al igual que la compleja tarea, comenzada siete años antes, de construir una patria independiente.
* Docente universitario. Miembro de número de la Academia Chilena de la Historia.