Hay un antiguo proverbio zen que dice: "Cuando el alumno está preparado, aparecerá el maestro". Una vez, una amiga me dijo que "necesitaba un maestro". La frase me sonó a capricho. Un maestro no es un ingrediente olvidado de una receta, que se consiga en el almacén de la otra cuadra. O tal vez esté a la vuelta de la esquina, sí, pero de nada sirve salir a buscarlo, no funciona así. Es tan sencillo como que se hará presente en nuestro camino cuando, quizás sin saberlo, estemos al dente.
Tal como sucede en el mundo de la magia, puede haber maestros blancos y maestros negros, pero todos son magos. Tanto la luz como la oscuridad tienen la capacidad de transformar. El ser humano (o tal vez el mundo occidental) tiende a pensar que un maestro tiene que ser todo blanco o completamente negro, que no puede tener fisuras. Desconfío de esta predisposición mental que impide dudar o contradecirse y lleva a barrer las propias miserias debajo de la alfombra. Bienaventurados aquellos que viven en estado de pregunta, pues siempre tendrán hambre y sed de conocimiento.
EXTRAÑOS DISFRACES
A menudo los maestros adoptan extraños disfraces, como un loco que vocifera geniales incoherencias por la calle; un político que no nos cae bien pero que pronuncia verdades irrefutables; una cajera de supermercado que nos suelta una frase imposible o un chofer de colectivo que tiene un gesto que no llegamos a comprender del todo pero que nos liquida. Son enseñanzas que no se pueden decodificar, sino que germinan porque tienen vida propia.
A la mano del maestro se la reconoce porque tiene algo de hechizo o de milagro. Es imposible identificar el momento exacto de la enseñanza porque en realidad los verdaderos maestros están enseñando todo el tiempo, incluso contra su propia voluntad.
Además de mi compañera, mis maestros en la vida son mis padres y mis amigos. Y también mis amigos-padres, una extraña variable de maestría.
Tiempo atrás, me tocó acompañar en una clínica a un amigo que llevaba apenas horas de haber sido padre por primera vez. Mi amigo es un tipo complicado y tenemos una de esas amistades difíciles, que hay que masticar mucho para lograr digerir. Sin embargo ese día en la cafetería de aquél sanatorio, la mirada primeriza de mi amigo tenía una expresión inédita, mezcla de amor y fascinación, pero con el fondo de un vértigo abismal. Allí estaba el Sr. Sabelotodo, sumido en un estado de profunda incertidumbre, como nunca antes lo había visto, absolutamente vulnerable. Esa conmoción le impedía emplear el palabrerío insoportable que suele montar como mecanismo de defensa. Esa tarde, vaciándose los bolsillos me dijo: "Se puede olvidar una amistad, disolver una pareja, podemos renunciar al trabajo. pero no se puede dejar de ser padre de un hijo".
Tomé conciencia de que más allá de sus defectos y de nuestra relación tirante, al convertirse en padre mi amigo había mutado en un nuevo maestro.
Solo con la llegada de mi propio hijo entendí algo de la sentencia de esa mirada perdida que había quedado suspendida en el tiempo. Que el verdadero maestro es el hijo y llega para enseñar que existe una nueva manera de enamorarse. Una nueva y desconocida forma del amor, imposible de explicar ni de traducir con palabras. Es más bien la ficha que al caer nos recuerda que somos eternos principiantes. Como dice la canción, "el amor de un padre a un hijo, no se puede comparar, es mucho más que todo". Y que aunque lo imagines y creas que sí, hasta que no sos padre, no lo sabés.