Si bien es un plan que viene trabajándose hace un año, la Unión Europea está acelerando ahora su presión política y comunicacional para avanzar con su idea de formar un ejército europeo para declarar la guerra a Rusia en defensa de Ucrania.
Cabe recordar que Ucrania no es miembro de la Unión Europea ni de la OTAN, con lo que no se trata de una obligación prevista en ningún tratado, sino de una posible declaración de guerra para la que dudosamente la organización que dirige Ursula von der Leyen tiene potestad.
No está en discusión aquí la brutalidad alevosa del ataque ruso a Ucrania, ni las futuras intenciones de Putin, sino los efectos y resultados de las decisiones de la burócrata belga-germana a cargo del destino de Europa.
Cualquier ciudadano de cualquier país bajo la égida de la Unión ha despotricado contra la pérdida de autonomía que día a día impone Bruselas, sede de la UE y símbolo de la pérdida de independencia para los europeos, que están viendo esfumarse minuto a minuto su soberanía, su autonomía y su democracia en manos de la burocracia supranacional que otrora fue considerada una salvación.
La decisión del Banco Central Europeo de hacerse cargo de las deudas de los países de la alianza, un acto financieramente estúpido, forma parte de un proceso de dominación y destrucción del concepto de Nación que tanto molesta al wokismo mundial. Y a Úrsula en particular.
Medidas como la moneda digital y ahora la digitalización de la identidad apuntan hacia el control de las conductas y decisiones de la población, y por supuesto, intentan anular los efectos de la acción humana, el sueño de todas las burocracias de planificación central en su camino de servidumbre.
Las políticas de lucha contra el cambio climático, un acto de soberbia que, en su exageración multisectorial ha sembrado la inexorable semilla del fin de Europa como potencia y de quien se le asocie, o de quien le lleve el apunte, llevan sin remedio a la pobreza y la destrucción del capital y la producción, como bien lo saben los agricultores que alzan hoy sus barricadas en todos los caminos del viejo continente. Esas políticas son también un formato de dominación que hace depender a la sociedad del estado, objetivo central de la UE, hoy meca del wokismo mundial.
En ese contexto, ahora von der Leyen aboga por formar un ejército europeo y declararle la guerra a Rusia.
Además de pasar por encima de los derechos y de la opinión de cada país, con la excusa de adoptar una causa sagrada como es la lucha contra el dictador Putin, la autopercibida jefa de Europa se arroga el derecho de obligar a los ciudadanos de cada país, por encima de sus gobiernos, de su soberanía y su democracia, a ir a morir en un enfrentamiento bélico.
La frase “ir a morir” no es ni simbólica ni retórica. Tras la pérdida de armamento estratégico que les significó la ayuda ordenada por Biden, los países europeos no están en las mejores condiciones bélicas. Eso condena a una guerra de soldados, de frentes. Combatir con armamento inapto o insuficiente contra un enemigo al que no le importa la muerte de millones de sus ciudadanos, es condenarse a imitarlo.
Entre bambalinas, la UE lograría con una guerra su objetivo de inventar una causa más indiscutible que el cambio climático y las pandemias: la guerra contra un dictador que pretende conquistar al mundo. De ese modo, justificaría todos los controles, la invasión de la privacidad, muchos más impuestos, más gastos estatales, la pobreza, la emisión e inflación, la recesión, el desempleo, la miseria.
Ya la culpa no sería de una política socioeconómico y distributiva demagógica y estúpida. No sería su fracaso. No sería el inevitable resultado de un desaforado e inmerecido Estado de Bienestar. Sería todo atribuible a un mal mayor que la pandemia, que cumplió esa función por un tiempo relativamente corto.
Detrás de ese concepto, se justifica el espionaje al ciudadano, la conculcación de su libertad y aún de sus bienes, se genera la desesperación y el miedo, base de todas las dictaduras. Una especie de feudalismo donde el esclavo besaba la mano del amo protector. Y por sobre todo, se instaura la obediencia total de naciones y poblaciones a un mando supranacional no democrático. Quien proteste o se rebele será enemigo de la patria, de la Unión, de Occidente, y amigo de Putin y los malos. Aunque los procedimientos sean los mismos que el demoníaco rival.
También esta guerra en ciernes intenta anticiparse a la decisión de Trump -el mayor enemigo del Reseteo- de abandonar la OTAN, hace rato instrumento burocrático al servicio y bajo control e influencia de la Unión Europea, a la vez que convierte a todas las naciones de Europa en meros municipios, como hiciera el nazismo en Francia. Una gran oportunidad de eliminar las democracias nacionales y unificarlas bajo el mandato de una burocracia que ni el mismísimo Hayek habría concebido.
¿Y no es acaso eso lo que persigue el wokismo? ¿No es ese el objetivo de fondo de la Agenda 2030? “Seréis pobres pero felices” “La pobreza elimina la ambición”. “Hay un exceso de población y de acumulación de riqueza”. “Vale la pena sacrificar un poco de libertad para ganar seguridad”.
Y por supuesto, poniendo por encima de todo la bandera de la democracia, la extraordinaria pirueta dialéctica del neomarxismo, que ha cambiado el significado del concepto en su favor y que ahora se asocia con trillonarios borrachos de soberbia y con predicadores religiosos para imponer la imposible igualdad por la fuerza y el temor y para crear la sumisión y tolerancia cuyo ensayo general fue la pandemia.
La guerra global es la solución ideal para la Agenda. Oculta todos los fracasos. Permite todos los excesos del Estado. La confiscación es en ese escenario aceptable, como lo es la pobreza y el desempleo. El uso de los recursos no debe explicarse, y de paso, se ayuda a la reducción de la población, que según los iluminados, sobra y entonces hay que eliminarla de algún modo. El dinero y la riqueza desaparecen, el capital no sirve para nada, el trabajo es reemplazado por el sometimiento, cualquier intento de individualidad o simplemente de pensar puede ser penado con el fusilamiento, la prisión o el deshonor.
Habrá que volver a dar crédito a la visión profética de George Orwell, que en su 1984 imagina una dictadura universal que vive en guerra contra un enemigo nunca identificado, nunca presente, y que con esa guerra justifica la esclavitud a la que somete eternamente a toda la sociedad.
Detrás espera el Islam.