Con la escenografía de un reportaje periodístico el primer mandatario entregó uno de sus habituales monólogos, en su mayor parte reiterativo calificando sus logros de únicos en el mundo y en la historia, en una gran simplificación que no viene al caso comentar.
Sacrificando la oportunidad para explicar más en detalle sus planes para el futuro a partir de una cierta estabilidad cambiaria y monetaria evidentemente alcanzada, Milei prefirió dedicar una parte importante de su entrega a defenestrar y descalificar a su vicepresidente, olvidando que su compañera de fórmula obtuvo la misma cantidad de votos que los obtenidos por él y también su solitaria solidaridad de los comienzos.
Luego de reprocharle el tener un enfoque distinto al suyo en temas fundamentales no especificados –y no reflejados en el accionar de la funcionaria en el Senado– la acusó de identificarse con la “casta”, enemigo ideológico que el presidente agita como un fantasma según su conveniencia circunstancial.
Seguramente la ofuscación provocada por su ira habitual le impidió recordar su empecinada, y costosa, defensa de la postulación de Ariel Lijo –símbolo de la casta por antonomasia– la presencia en su gabinete de Cúneo Libarona, Francos y Scioli, la creación de la nueva SIDE donde se resucitó a todos los espías que siempre estuvieron al servicio de esa casta, la manutención en la nueva ARCA de los cuadros kirchneristas que tanto le costaron al país.
También la tolerancia bondadosa con el sindicalismo más rancio, la reciente pasividad mansa y artística ante la falta de quorum kirchnerista para tratar la ley de ficha limpia, las escasas denuncias contra la corrupción rampante de la Cámpora y todos los gobiernos de germen cristinista, el aislamiento y ostracismo a que sometió su gobierno a los funcionarios que osaron denunciar varios de esos delitos, como Talerico e Iguacel, el reemplazo también iracundo de Diana Mondino por el gran beneficiado y predicador kirchnerista Gerardo Werthein, su acercamiento personal y admiración a cuestionados empresarios siempre socios de todas las castas.
Sin dejar de lado la preferencia de su triángulo de hierro por muchos de los más cuestionados especímenes empleados, delegados o socios de la casta que aún ocupan buena parte de las posiciones clave de la administración.
Tampoco es posible omitir que las proverbiales castas, tanto la política como la empresaria, sindical y judicial, no han cooperado demasiado en compartir los costos del ajuste que ha sufrido la sociedad.
Estos comentarios sólo se puntualizan concediendo la posibilidad de que el mandatario crea lo que ha manifestado y no se trate de una excusa. Pero no es posible ignorar que la inquina de Karina Milei contra la vicepresidente, como antes con Mondino, ha terminado por hacer estallar la chispa de la ira de Dios. Como tampoco es posible ignorar la vocación de ocupar el segundo lugar de la fórmula de la actual secretaria de la presidencia.
Si el Presidente tuviera buenos asesores, además de no intimidarlos si disienten de sus ideas, le harían notar que esa pretensión le puede costar muchos votos en las elecciones de medio término en las que pone tantas esperanzas, y con más razón en cualquier eventual postulación para una reelección. A menos que el converso al libertarismo abjure de sus creencias y abrace la doctrina peronista y kirchnerista de que la familia hereda el poder por la ósmosis de la portación de apellido.
Difícilmente el pueblo argentino quiera tomar el riesgo de ser gobernado por la hermana presidencial en caso de eventual necesidad, no sólo porque no parece haber captado la simpatía popular, sino porque tampoco parece haber convencido a las mayorías de su capacidad y preparación para semejante tarea. Ni siquiera a una buena parte de los autodenominados libertarios, que cuando escuchan hablar a Karina o a Lidia, no pueden dejar de pensar en Isabelita, alguien de quien sin querer -o no– Villarruel hizo resucitar su recuerdo.
En términos menos puntuales pero no menos trascendentes, el Presidente ha ido dejando aflorar su defensivo, pueril enojo e intolerancia con más frecuencia y efervescencia a medida que fue obteniendo éxitos que son de todas maneras temporarios y aún no consolidados, que requieren políticas y acciones complejas y especializadas y un profundo conocimiento de las distintas áreas productivas, de gestión económica y de acción gubernamental, a la vez que el envío de señales de una fuerte institucionalidad.
No parece que de este modo se esté facilitando ese camino, mucho menos cuando queda latente la sensación de que esos enojos y explosiones de ira o revancha son inducidos por intereses o ambiciones primitivas. La facilidad en calificar de “ratas” y otros animales a quienes en algunos aspectos no piensan igual tiene un resabio totalitario y sancionador no muy distinto al uso de “gusanos” tristemente popularizado por algunos dictadores.
La utilización del término casta para sancionar o descalificar a quienes no practican la obediencia debida corre el riesgo de perder de vista o de terminar ocultando a la verdadera casta, definición en la que Milei debería ponerse de acuerdo con el resto del país sobre quienes la componen y como neutralizarla, no usarla como un enemigo flexible que va cambiando de formato y de cara según las conveniencias de cada momento, so pena de terminar por entronizarla, no de desmantelarla. Ese proceder también suele ser utilizado por los salvadores providenciales de las sociedades, que terminan siendo tiranos. En la ficción distópica y en la vida real.
Por supuesto que la tarea de quien quiera cambiar las prácticas, vicios y principios que han puesto al país de rodillas, y no sólo en el aspecto económico, requiere perseverancia, fortaleza de carácter, dureza, insistencia, resiliencia y hasta empecinamiento. Pero esos atributos no se deben confundir con el insulto, la descalificación y mucho menos con la arbitrariedad. No sólo caer en esos excesos sería poco liberal. Sería poco inteligente.