Flannery O"Connor fue una escritora singular. En su vida y en su obra. Nació y vivió en el sur profundo de Estados Unidos, al margen de los grandes centros culturales de su época. Salvo breves períodos, pasó su corta vida (murió en 1964 a los 39 años) en una granja en el estado de Georgia, donde se entregó con esmero a su otra gran afición aparte de la literatura: criar aves, en especial pavos reales. Sus libros, su estilo y los temas que trató fueron tan originales que desconcertaron a la crítica de su tiempo, un desconcierto que se prolonga hasta nuestros días.
Que la autora de esas páginas memorables fuera una católica devota en una geografía protestante y en un ambiente ateo o pagano, agravó la confusión. Así, con el paso de las décadas, O"Connor terminó convertida en una escritora insoslayable en la literatura estadounidense del siglo XX, pero ello a pesar de su catolicismo, no gracias a él.
Esa paradoja acompañó toda la vida creativa de Mary Flannery O"Connor. De la que podría decirse, entre otras cosas, que fue la historia de una gran incomprensión. Hubo que esperar hasta la publicación de sus cartas en 1979 con el título de The Habit of Being, para conocer la profundidad de su formación católica y el creciente hastío con los lectores, críticos o periodistas que pasaban por alto ese elemento esencial de su obra. Conviene repasar algunos ejemplos.
Tras la publicación de su primera novela, Wise Blood (Sangre sabia, de 1952), a O"Connor le divertía constatar, por ejemplo, que no había leído los libros que según los críticos habían servido de inspiración para esa historia truculenta de un falso predicador que niega a Cristo pero no puede escapar de su mensaje de redención. Y los que sí había leído, como El proceso o El castillo de Kafka, nunca había podido terminarlos. Desorientados por la violencia en apariencia absurda que se desplegaba en el argumento, no faltaban quienes la calificaban de nihilista, opinión que O"Connor rechazaba con humor. "Todos los que han leído Wise Blood -señaló en una carta de 1955- piensan que soy una rústica nihilista, mientras que a mí me gustaría crear la impresión...de que soy una rústica tomista".
En efecto, O"Connor era una lectora constante de Santo Tomás de Aquino (todas las noches se internaba en la Summa durante 20 minutos), pero también de los padres de la Iglesia, del cardenal Newman, del barón Von Hügel, de Etienne Gilson, de Romano Guardini, y de los grandes novelistas católicos de fines del siglo XIX y buena parte del XX: Bloy, Bernanos y Mauriac en Francia, y Waugh, Greene y Muriel Spark en Gran Bretaña.
La dimensión religiosa era el "eslabón perdido" que se les escapaba a la gran mayoría de los comentaristas de la obra de O"Connor. Si a su creadora esa incapacidad primero le divertía, con los años terminó por fastidiarla, agotada ante los esfuerzos inútiles de la crítica convencional por desentrañar en sus escritos un sentido que -casi- debía resultar obvio. La paciencia se le agotaba frente a esa incomprensión. "Todos mis cuentos -escribió a modo de aclaración en 1958- tratan acerca de la acción de la gracia sobre un personaje que no está muy dispuesto a soportarla, pero lo que la mayoría de la gente piensa de esos cuentos es que son duros, inútiles, brutales, etc...".
El mismo tema surgía una y otra vez en torno del que tal vez sea el mejor de sus relatos, "A Good Man is Hard to Find" (publicado en 1955 en el libro del mismo título). Esa historia cruda y satírica desemboca en la muerte violenta de la protagonista, una abuela fastidiosa de religiosidad superficial que sólo en el instante previo a ser asesinada por un frío ladrón (el "Desequilibrado") se percata de la vida hipócrita que llevó y el abismo al que eso la condujo. En el cuento el asesino termina siendo un vehículo insospechado de la gracia divina, del mismo modo que la abuela, con todo su patetismo, lo ha sido para el criminal en el segundo anterior a abrir fuego. "Según el modo de pensar católico -señaló O"Connor al respecto en una carta de 1960- la gracia puede usar y usa como medios lo imperfecto, lo meramente humano y hasta lo hipócrita...En la visión protestante, la Gracia y la naturaleza no tienen mucho que ver entre sí. La anciana, debido a su hipocresía y a su humanidad y banalidad, no podría ser un medio de la Gracia. En el sentido de que veo las cosas de otro modo, soy una escritora católica".
INTENSIDAD
Esta es la razón de que en la obra de O"Connor abunden los asesinos, los crímenes, las muertes violentas, los raros, los fanáticos y los extravagantes. Y también los pastores, predicadores y seudoprofetas protestantes. La autora se valía de ellos porque compartía su medio cultural y geográfico, pero además por la intensidad con la que esos personajes vivían su fe. Los creyentes protestantes, aclaró en una carta de 1963, "expresan su creencia en diversas formas de acción dramática que para mí resultan obvias de captar. No sé escribir sobre nada que sea sutil". Por eso insistía en calificar a su obra como "grotesca" en vez de "gótica", una definición que a ella nunca le dijo nada y que sin embargo es la que terminó impuesta por la crítica más convencional.
En ese método había un truco. O"Connor creía que la variedad del profeta protestante que ella situaba en el sur profundo (como el tío del protagonista en The Violent Bear It Away, su segunda novela, aparecida en 1960, cuyo título deriva de San Mateo 11:12) le ofrecía la posibilidad de exhibir las verdades católicas por otros medios, más indirectos. "Cuando dejas a un hombre solo con su Biblia y el Espíritu Santo lo inspira -apuntó en la carta de 1963-, va a terminar siendo católico de una u otra forma, aunque no sepa nada de la iglesia visible".
Tres años antes lo había expresado de otro modo: "Si un protestante oye lo que supone es la voz Señor, la seguirá sin importar que vaya en contra de las enseñanzas de su iglesia...Una de las buenas cosas del protestantismo es que siempre contiene las semillas de su propia reversión. Está abierto en los dos extremos, de un lado al catolicismo, del otro a la incredulidad".
El repertorio literario de O"Connor desconcertaba a los críticos seculares pero también a los de orientación religiosa. Esto era así porque la suya no era una literatura apologética. Su ambición artística difería en mucho de quienes le pedían que escribiera historias ejemplares que hicieran "deseable" al cristianismo. O"Connor se negaba a hacerlo porque en ese pedido creía ver, entre otras cosas, un indicio de falta de fe. "Los mejores de ellos piensan: hazlo deseable porque es deseable -escribió en una carta de 1963-. Y el resto piensa: hazlo deseable así yo no parezco un tonto por sostenerlo. Eso no aparecería en una auténtica cultura cristiana de verdaderos creyentes".
Al igual que los otros grandes autores católicos del siglo XX, como Mauriac, Greene o Waugh, el credo literario de O"Connor le impedía escribir fáciles alegorías abstractas respecto de su fe. Si alguna vez se remontaba a lo general debía hacerlo siempre a través de lo particular, con el interés primordial del novelista por dar vida a personajes o situaciones ya que, aclaraba, "en las buenas novelas y dramas, tienes que pasar por la situación concreta para llegar a alguna experiencia de misterio". O, expresado de modo más preciso: "El escritor tiene que hacer creíble la corrupción antes de hacer significativa la gracia".
Si O"Connor eludía las ficciones aleccionadoras, eso no la convertía en una escritora "inmoral" como sugirió en 1956 una de sus corresponsales, y como parecen creer muchos de sus admiradores modernos, agnósticos o ateos. "Déjame aclarar esto: yo escribo desde el punto de vista de la ortodoxia cristiana...Escribo con una sólida creencia en todos los dogmas cristianos -rectificó sin rodeos-. Veo que eso de ningún modo limita mi libertad como escritora y que aumenta en vez de disminuir mi visión. Es popular creer que para ver con más claridad no hay que creer en nada. Puede que eso funcione si lo que se observan son células en un microscopio. Pero no funcionará si escribes ficción. Para el autor de ficciones, no creer en nada es no ver nada".
Recluida en una granja, rodeada de aves que adoraba, acompañada por una madre a la que en sus cartas pinta como un personaje entrañable y desopilante, debilitada por el lupus que la llevaría a la tumba, Mary Flannery O"Connor era consciente de que escribía para personas que pensaban que Dios había muerto o que ya no creían en la Encarnación. La peculiar contundencia de su obra fue la manera que encontró para convencerlos de la inabarcable magnitud de ese pecado.