A doscientos nueve años de la junta del 25 de mayo de 1810, es hora de analizar cuáles fueron sus resultados al día de hoy y pensar si en aquel momento se encuentra algún germen de los actuales problemas de Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia.
Para aproximarnos a entender aquel momento, podemos ver que, más allá de las intenciones que hayan tenido quienes llevaron adelante este proceso histórico, solo lograron dividir y debilitar la unidad continental por ambiciones propias y manipulados por una mano de Londres.
A los revolucionarios locales, se sumaron quienes llegaron a las Indias en distintos buques ingleses y a diferentes puertos de desembarco en el continente, donde ya tenían contactos esperándolos. Sectores comerciales comprometidos con el contrabando inglés y en algunos casos con la esclavitud, eran quienes venían preparando la secesión.
Por eso en una ocasión se preguntó en público la historiadora Rosa Montesino Díaz, en tono de sorna, "los ingleses que vinieron en 1806, ¿eran invasores o invitados de algunos mercaderes sin patria ni honor?".
DE VERDAD
Independizarnos de verdad hubiese sido dejando como fruto un estado organizado con un sistema aceptado y factible y un proyecto de nación. Cosa que resultó imposible con los malos resultados manifiestos en toda Hispanoamérica hasta el día de hoy.
Nuestra situación era distinta, aquí no hubo otras intenciones más que perpetuar la dependencia de toda Hispanoamérica con los negocios e intereses de Londres. Podemos ver una marcada diferencia con las trece colonias del Atlántico Norte que se independizaron de Inglaterra, porque estas no conformaban una unidad espiritual con Londres, sino apenas una relación comercial y no adherían al anglicanismo, sino a otra forma de protestantismo enfrentado con este. Como dijo Benjamín Franklin "el imperio inglés en América solo existía en la imaginación de Londres". Era una asociación entre pobladores en América con la Compañía de Indias Británicas.
En cambio nosotros, éramos una unidad espiritual, cultural, política y religiosa, es decir, constituíamos una misma civilización desde Dos Sicilias y Madrid hasta Manila, pasando trasversalmente por nuestro continente de norte a sur.
La cristiandad reinaba entre las fronteras que iban desde el Río Mississippi y más arriba de California hasta la Patagonia. Teníamos un proyecto civilizador común. A punto tal, que los nativos ya formaban un todo orgánico con el español y se opusieron a la secesión de la unidad americana-española. Algo así no puede ser independiente, pues al romper una unidad civilizatoria, esta se quiebra y se desmenuza. ¿Que podíamos ser a diferencia de la metrópoli? ¿Cambiar de lengua o de religión? No era posible. ¿Que nos distinguía entre nosotros para convertirnos en otros estados? ¿Acaso éramos estados preexistentes a la llegada de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo? ¡Claro que no! Así como no hay varias Rusias cristianas ortodoxas, tampoco puede haber varias Españas católicas. Porque recordemos que los revolucionarios decían defender la fe; cosa que disimularon muy bien; a los resultados posteriores me remito.
PELEAR CONTRA COMPATRIOTAS
Hay un detalle interesante en los combates del Alto Perú, en ambos bandos costaba mucho mantener la disciplina y evitar las deserciones. Pues ¿quién tenía ganas de pelear contra sus propios compatriotas con quienes estaban divididos a causa de los revolucionarios? ¿Por cuál patria se peleaba cuando ambos estaban unidos por la misma civilización católica y castellana? El mismo pueblo que a un solo grito había enfrentado con valor e ingenio propio de su alma castellana durante casi tres siglos a holandeses, franceses, alguna vez a rusos y a daneses y a la potencia invasora británica de Beresford y Whitelocke de Buenos Aires en 1806 y 1807, tenía reparos en pelear en la secesión o independencia.
Buena parte de ese pueblo y de varios dirigentes políticos, eclesiásticos y militares, tanto peninsulares como criollos, indios, negros y mestizos, hombres y mujeres, veían la misma mano inglesa y otros no entendían por qué debían matarse con quienes compartían lengua y tradición.
En la batalla de Ayacucho se enfrentaron en ambos bandos, por lo menos miembros de ochenta familias, que se saludaron antes del combate. Los soldados revolucionarios, hijos de los soldados que formaban el ejército realista dijeron: ¡malditos los libros franceses que leímos! ¡Caramba, parece que ya existía el lavado de cerebros entre los jóvenes!
¿Qué pasaría si hoy un coronel Cañones, un gobernador Paco Voto Fraudulento y un diputado José Voto Cantado separaran a Neuquén o cualquier otra provincia patagónica del resto del país? ¿Cómo se convencería a soldados argentinos neuquinos de pelear y matarse con sus hermanos de otras provincias? Por eso nos preguntamos sobre acontecimientos de aquellos tiempos. ¿Teniendo la moneda dominante y la civilización más fuerte del mundo, nos debíamos separar? Nuestra historia no cierra bien.
Se nota que faltaba fortalecer la civilización o faltaba fortalecer la secesión para lograr dos bandos de soldados totalmente convencidos para enfrentarse en el Perú y el Alto Perú en el período 1809/24. No había identidades enfrentadas. Faltaba un siglo largo para madurar como pueblos que pudiesen tener éxito en forma de comunidad hispánica de naciones, autónomas sí, pero aliadas en un proyecto común.
DESUNION PROVOCADA
Nosotros, los pueblos de América, existimos por la gesta evangelizadora de España, no teníamos otra razón de ser. En la provocada desunión, estuvo nuestra debilidad congénita. Y hoy, cada uno por su lado, estamos debilitando lentamente nuestra unidad cultural. Encima, desde hace varias décadas, la dirigencia política y parte de la Iglesia trata de descristianizar las bases de esa unidad y en eso perdemos cada vez, más elementos de identidad, que nos permitirían recomponer nuestro poder. No hay solución sin restauración de nuestra civilización. Nuestra crisis no es material sino que su fondo es espiritual. Nuestra necrosis moral y de civilización tiene cuna en los acontecimientos de hace dos siglos. En aquella época, la disgregación incluyó una fuerte persecución a la Iglesia, llegándose a envenenar a un héroe de la Reconquista de Buenos Aires, como fue Monseñor Benito Lué y Riega y a expulsar a los obispos Orellana y Videla del Pinto y al obispo de Lima.
Entonces ¿Cuál era la verdadera intención revolucionaria? ¿Qui bono?, decían los romanos. ¿Quién se benefició y quien se perjudicó? Pasamos de manejar el mercado asiático con nuestra moneda y nuestros fletes navieros a perderlo todo a manos de quienes financiaron a los revolucionarios.
En síntesis, se benefició el comercio y la política inglesa y nos perjudicamos nosotros. Para siempre, salvo que trabajemos por una reunificación de nuestra civilización y de nuestros valores, capacidades e intereses. Ese es el camino para recuperar nuestra grandeza y tener posibilidades de enfrentar los desafíos y las ambiciones de las grandes potencias en este ya difícil siglo XXI.
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