Me parece que alguna vez he escrito sobre este tema. Pero no estoy seguro. En cualquier caso, si lo hice, de eso ya ha pasado mucho tiempo. De manera que puedo volver a tratarlo pues, seguramente, los lectores de La Prensa ya habrán olvidado tal detalle.
Ser una persona pacífica es ser alguien adornado de tal virtud.
Que sin duda es una virtud. Ya que la paz constituye un estado excelente, saludable. No en vano el sacerdote, cuando oficia la misa, desea a los fieles: "La paz sea con vosotros''.
La guerra, en oposición a la paz, configura una auténtica tragedia. Un azote para la humanidad. Y es por ello que uno de los jinetes del apocalipsis, temibles personajes, es la guerra.
Y los primeros cristianos se saludaban entre sí con la palabra
¿Quién puede negar que la guerra sea una catástrofe? Basta repasar la historia de la humanidad para confirmarlo. Catástrofe que deja como saldo dolor, muerte, angustia, desamparo.
Pensemos en las consecuencias de las luchas sostenidas entre los hombres - a veces incluidas las mujeres- desde que empezó a rodar la Historia. Pensemos en el horror de las dos Guerras Mundiales. En los bombardeos atómicos de las ciudades japonesa de Hiroshima y Nagasaki. En las secuelas de la lucha que actualmente se libra en Ucrania.
Me animo a proponer como ejemplo algunas guerras justas.
Por ejemplo lo fueron Las Cruzadas, apuntadas a recuperar del Islam los Lugares Santos. La Guerra Civil Española, desencadenada como respuesta al terror sembrado por el gobierno de la República.