A CIEN AÑOS DE LA PUBLICACION DE ‘FERVOR DE BUENOS AIRES’
Borges, el nacimiento del poeta
En 1923 el joven escritor era un “ultraísta” que empezaba a distanciarse de las vanguardias luego de su regreso de Europa. La esencia de su obra posterior ya aparece anunciada en sus primeros poemas.
En el centenario de la publicación de su primer libro, Fervor de Buenos Aires, Jorge Luis Borges ex- tiende su presencia en festivales, conferencias, nuevas ediciones de sus clásicos, un diccionario “babilónico” de su universo literario y la reaparición corregida y revisada de una completa biografía a cargo de uno de los más devotos expertos nacionales en su vida y su obra.
El Borges de un siglo atrás era un joven poeta vanguardista de 23 años que empezaba a perder su entusiasmo con el ultraísmo, y un ensayista incipiente que no eludía los manifiestos tajantes ni las polémicas intensas.
Era también el hombre tímido y enamoradizo que sería el resto de su vida, desgarrado por la separación de su primera novia, un amor nacido en 1922 al regreso de su primera y más larga estancia en el continente europeo, en coincidencia con lo que entonces se llamó la Gran Guerra.
En el prólogo de 1969 a la edición de Fervor de Buenos Aires incluida en el volumen que reunía toda su Obra Poética, Borges sostenía que “aquel muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente -¿qué significa esencialmente?- el señor que ahora se resigna o corrige”. Después precisaba cuáles eran esas similitudes, que constituyen un apretado resumen de su trabajada personalidad pública, su preceptiva y sus pasiones librescas: “los dos descreemos del fracaso y del éxito, de las escuelas literarias y de sus dogmas; los dos somos devotos de Schopenhauer, de Stevenson y de Whitman”.
Esa misma idea, la del doble, un tema fecundo en el resto de su obra, haría una de sus últimas apariciones en el cuento “El otro”, publicado en El libro de arena (1975). Allí imagina el encuentro, en febrero de 1969, entre un Borges al borde de los 70 años, sentado en un banco en Cambridge, al norte de Boston, y su antecesor juvenil de 1918, sentado en un banco a orillas del Ródano en Ginebra, puesto que en Suiza y luego en España había transcurrido su adolescencia mientras se desarrollaba la contienda europea.
ALTER EGO
Superado el asombro inaugural, los dos Borges del cuento se avienen a conversar, “fatalmente”, de letras. De inmediato asoman las diferencias. “Nuestra situación era única y, francamente, no estábamos preparados -habrá de lamentarse el Borges adulto-...Mi alter ego creía en la invención o descubrimiento de metáforas nuevas; yo en las que corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado”. El joven Borges era maximalista y pregonaba la fraternidad de todos los hombres; el viejo, ganado por su escepticismo conservador, fustiga esas abstracciones ideológicas y replica: “Sólo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentenció algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba”.
Eso ocurría en la literatura. Sin embargo, para el Borges mayor de la vida real, Fervor de Buenos Aires prefiguraba “todo lo que haría después”. Con los años llegaría a sentir (lo señaló en su Autobiografía de 1970) que se había pasado toda la vida reescribiendo ese libro “esencialmente romántico”, escrito “en un estilo escueto que abundaba en metáforas lacónicas.”
Una continuidad algo engañosa, es verdad, ya que, cumpliendo un procedimiento repetido a lo largo de toda su vida de escritor, en cada edición que se publicó entre 1923 y 1977 Borges fue transformando ese primer libro con agregados, sustracciones, podas o mejoras. Lo anunciaba con cierta autoironía en el prólogo de 1969: “No he reescrito el libro. He mitigado sus excesos barrocos, he limado asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades…”.
Aquel libro inicial, cuya edición de 1969 ha vuelto a publicar este año el sello Sudamericana en un volumen que también incluye los dos poemarios que le siguieron: Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, cantaba los arrabales, los atardeceres, las calles de Palermo y del sur, los patios, las puertas y ventanas de rejas, las caminatas, las ausencias y las soledades. También evocaba un primer amor, el amor correspondido y después perdido por Concepción Guerrero, muchacha seis años menor a la que en la edición definitiva dedica, con las iniciales “CG”, el poema “Sábados”.
En Borges, vida y literatura (Emecé, 680 páginas), Alejandro Vaccaro ha trazado la biografía integral del escritor en un relato minucioso que aporta información nueva o precisa detalles de aspectos poco conocidos, apelando en algunos casos a fuentes inéditas, como parte de la correspondencia de los años de la adolescencia y la primera juventud, imprescindible para comprender el nacimiento del poeta.
Para la fecha de Fervor de Buenos Aires, Borges era un ultraísta reticente. Seguía admirando al políglota Rafael Cansinos-Assens pero estaba más distanciado de Ramón Gomez de la Serna y su ruidosa tertulia, dos de los padrinos literarios que había contraído en su paso por España. El ultraísmo español, recordaría en la Autobiografía que se publicó originalmente en inglés, le parecía “sobrecargado de modernidad y artilugios”. Lo que querían Borges y sus cofrades literarios en la Argentina (su primo Guillermo Juan Borges, Eduardo González Lanuza, Francisco Piñero, Roberto Ortelli) era escribir “una poesía esencial: poemas más allá del aquí y del ahora, libres del color local y de las circunstancias contemporáneas”.
EL REGRESO
En 1923 Borges podía considerarse, ante todo, un poeta, aunque cada vez escribía más ensayos y artículos en las diferentes revistas literarias en las que fue director, colaborador o simpatizante (Prisma, Inicial, Nosotros, Proa, Martín Fierro). Había retornado a Buenos Aires en marzo de 1921, tras permanecer siete años en la Europa desbaratada por la guerra. “Más que un regreso fue un redescubrimiento”, diría sobre el encuentro con su ciudad natal en la Autobiografía que dictó medio siglo más tarde.
El regreso lo reencontró también con el culto a la amistad, “la pasión que salva a los argentinos”. Aquellos amigos inolvidables fueron Macedonio Fernández, amistad que había “heredado” de su padre; los hermanos Dabove (Santiago y Julio César); Raúl Scalabrini Ortiz; Xul Solar; las fascinantes hermanas Lange (Norah y Haydée); Leopoldo Marechal; Enrique Fernández de Latour, más tarde Francisco Luis Bernárdez.
Con varios de ellos, apunta Vaccaro, llegaron a bosquejar el argumento de una novela que hoy llamaríamos distópica. La obra se iba a titular “El hombre que será presidente” y trataría, explicó Borges en carta a su amigo español Jacobo Sureda, “de los medios empleados por los maximalistas para provocar una neurastenia general en todos los habitantes de Buenos Aires y abrir así el camino al bolchevikismo (sic)”.
Lugones era el poeta por excelencia, pero ese respeto no excluía las discrepancias ni los intentos del joven Borges por rechazar su influjo (uno de los puntos en conflicto era el gusto por la rima que defendía el autor de Lunario sentimental). También de aquel tiempo es la relación con Ricardo Güiraldes, que para entonces trabajaba en Don Segundo Sombra (se publicaría en 1926), y al que Borges hubo de recordar, de manera pública al menos, como un hombre muy generoso que se esforzaba por discernir en él las intenciones que sus poemas juveniles terminaban malogrando.
El mapa de referencias del joven poeta puede rastrearse ahora en Borges babilónico: una enciclopedia (Fondo de Cultura Económica, 626 páginas), volumen dirigido por el profesor argentino Jorge Schwartz que recopila cerca de un millar de artículos.
Con el aporte de unos sesenta colaboradores, el libro, publicado inicialmente en 2017 en portugués, registra en orden alfabético una selección de muchos de los temas, nombres, obras, citas y obsesiones que dieron forma a la obra borgeana. Entre los artículos referidos a la época de Fervor de Buenos Aires pueden mencionarse los dedicados a Concepción Guerrero; el ultraísmo, con pasajes de textos del especialista Juan Manuel Bonet; Cansinos-Assens; Gómez de la Serna; la revista Martín Fierro y el movimiento que engendró; Francisco Luis Bernárdez (bastante escueta, por cierto). En la entrada sobre “Buenos Aires”, que es una de las más extensas, se incluyen largos fragmentos extraídos de estudios previos de Beatriz Sarlo.
Allí la ensayista asigna al joven Borges repatriado luego de su permanencia en Europa la invención del “criollismo urbano de vanguardia”. Es decir, la postulación de un “escenario urbano mixto” en el que Buenos Aires es “la pervivencia de un pasado hispanocriollo y su pérdida en un presente modernizante”.
Sarlo escribe: “Borges mira a Buenos Aires desde un espacio recordado, un espacio mítico que él mismo, más que recibir del pasado, impulsa como su propia novedad en la literatura argentina: la ciudad criolla que persiste en la ciudad moderna, la llanura pampeana que se refleja en el patio, en los cercos vivos del suburbio, en las calles ‘sin vereda de enfrente’, es decir, en las calles que tocan la pampa y se pierden en la extensión de un paisaje familiar”.
Fervor de Buenos Aires fue el primer hito de esa próspera mitificación literaria.
“Una modesta reputación”
La primera edición de Fervor de Buenos Aires se publicó en julio de 1923. Reunía 46 poemas escritos en los dos años previos y la portada tan característica llevaba un grabado de Norah Borges, la hermana menor del escritor.
El libro, una autoedición de 300 ejemplares solventada por el padre de Borges, se imprimió en apenas cinco días, antes de que la familia partiera a un segundo viaje más breve a Europa. Por eso, apunta el biógrafo Alejandro Vaccaro, “no hubo tiempo siquiera para corregir debidamente las pruebas, incluir un índice y numerar las páginas”.
Borges no se proponía lucrar con la obra, que de todos modos estuvo a la venta (costaba 1 peso). Para distribuirlo imaginó un curioso método, entre ingenioso y tímido, que luego recordó en su Autobiografía. “Como había notado que muchas de las personas que iban a las oficinas de Nosotros -una de las revistas literarias más antiguas y prestigiosas de la época- colgaban los sobretodos en el guardarropa, le llevé unos cincuenta ejemplares a Alfredo Bianchi, uno de los directores. Bianchi me miró asombrado y dijo: ‘¿Esperás que te venda todos esos libros?’ ‘No -le respondí-. Aunque escribí este libro, no estoy loco. Pensé que podía pedirle que los metiera en los bolsillos de esos sobretodos que están allí colgados.’ Generosamente, Bianchi lo hizo. Cuando regresé después de un año de ausencia, descubrí que algunos de los habitantes de los sobretodos habían leído mis poemas e incluso escrito acerca de ellos. De esa manera me gané una modesta reputación de poeta”.