Entre mis condiscípulos del Mariano Acosta se hallaban dos jóvenes maestros de escuela primaria que aspiraban a convertirse en profesores en letras. No revelaré sus apellidos, pero sí sus nombres de pila: Roberto y Salvador. Nuestro terceto tenía un común denominador: vivíamos en calles con topónimos de países: Salvador, en Francia, Florida; yo, en Costa Rica, Buenos Aires; Roberto, en Italia, Vicente López.
A este sitio quiero referirme. Los tres nos habíamos reunido, con la idea de ayudarnos a preparar nuestro examen de latín, en el primer piso de la casa de Roberto, Italia al 1600, es decir en la cuadra que se extiende entre la avenida Maipú y la calle Lisandro de la Torre. En otros lugares de la vivienda (por cierto, muy amplia) se encontraba otro grupo de alumnos, siete varones adolescentes: dos hermanos menores de Roberto y cinco condiscípulos del colegio secundario.
Era noviembre de 1963, era de noche, era viernes y hacía calor. Cicerón, en su lucha contra Catilina, se estaba haciendo un pícnic ante nuestras carencias de latinistas menos que primerizos. Lo cierto es que, excusa mediante, Roberto, Salvador y yo suspendimos, en algún momento, el análisis y la filología de los textos ciceronianos a fin de efectuar una expedición logística en procura de víveres, de la que regresamos opulentos en pizzas, empanadas y cerveza.
Desde la eternidad, Marco Tulio habrá contemplado con indignación nuestro descenso a la cocina, donde los tres estudiosos nos despeñamos por los placenteros fragmentos vulgares de la vida: comer empanadas y pizza, beber cerveza, reproducir cuentos de doble intención, festejar chistes, reírnos a carcajadas…
Alta noche, calle Italia, Vicente López
Así, ajenos a gerundivos, ablativos, acusativos y demás caterva de ivos, y habiendo mandado al báratro tanto a Cicerón como a Catilina, íbamos transitando irresponsablemente las horas, hasta que, como diría Borges, entramos en la alta noche.
Fue entonces cuando, a uno de nosotros (espero y deseo que no a mí) se le ocurrió una idea brillante: mediante el concurso de los tres latinistas más el de los siete jóvenes aún no honrados con los laureles de bachiller, disputar un “picado” en la calle Italia de Vicente López.
Serían las tres y media de la mañana. Salimos, pues, a la liza y, ecuánimes, dividimos nuestra decena en dos equipos de cinco futbolistas cada uno. En la calzada imaginamos los arcos con cuatro bolsos que representaban los postes, y echamos, pues, a rodar la pelota.
Por respeto a los vecinos durmientes, nos hallábamos juramentados a permanecer, mientras durase el partido, absolutamente callados, como si nos hubieran sellado la boca con brea caliente.
Sin embargo, el repiqueteo de zapatos y zapatillas contra el pavimento, el retumbar de la pelota número cinco contra calzada y veredas, sin excluir impactos en árboles, paredes, puertas, ventanas o vehículos, y hasta alguna exclamación de alegría o de cólera que se nos había escapado, terminaron por arrancar de su dormir, de sus camas y de sus casas a los habitantes de la calle Italia. Casi en simultáneo, todas las puertas de ambas aceras fueron abriéndose y dando paso, a manera de torcazas que abandonan su palomar, a iracundos vecinos que, en estupor, no podían dar crédito a esta escena onírica que prolongaba su interrumpido soñar: un grupo de enormes zánganos enzarzados en un partido de fútbol ¡a las tres y media de la mañana!
Tuvimos la sensatez de dar por concluido el encuentro en ese mismo instante y, por prudencia, nos exiliamos de inmediato en la casa de Roberto, antes de que los espectadores pasaran, con toda justicia, y portando bazucas y lanzallamas, a las vías de hecho contra nosotros. Lamento no poder recordar el resultado del partido, a pesar de que, ya refugiados, el juego fue tema de polémicos y doctos comentarios.
En verano la aurora no tarda en llegar, pero los colectivos sí. Esperamos hasta alrededor de las seis de la mañana, hora en que el grupo de deportistas fue desgranándose. Roberto y sus hermanos quedaron solos, y posiblemente destinatarios, en el futuro, de alguna represalia vecinal.
Yo me asomé a la calle Italia, miré a izquierda y a derecha, y relativamente seguro de que mi vida no corría peligro de muerte, me encaminé, veloz, hacia la avenida Maipú. El colectivo 152 me recogió para trasladarme, sano y salvo, hasta la intersección de Santa Fe y Fitz Roy, allí donde se yergue la estatua del Negro Falucho y a seis cuadras de mi casa.
El asiento del 152 fue ámbito propicio para el ejercicio filosófico. Medité sobre los recientes acontecimientos. Y arribé a un corolario.
Ya no éramos chicos de ocho o diez años, sino tremendos pelotudazos de entre dieciséis y veintidós quienes, de ese modo tan insensato, habíamos vulnerado no sólo el descanso de los vecinos sino también elementales principios de convivencia y racionalidad.
Y yo había sido uno de ellos, y no el menos entusiasta…