POR ANTONIO REQUENI
La reciente publicación del libro de Adolfo Bioy Casares sobre Juan Rodolfo Wilcock trajo a mi memoria el encuentro con el autor de La sinagoga de los iconoclastas. En 1956 Wilcock había venido de Italia, donde residía desde 1953, convocado por su amigo y compañero de la Facultad de Ingeniería (Wilcock era ingeniero civil) Basilio Uribe. ƒste había sido designado interventor del diario Crítica por los militares que derrocaron a Perón en 1955. Uribe recordaba que el suplemento literario de Crítica había sido dirigido en la década del "30 por Borges y Petit de Murat, y llamó a Wilcock para que lo dirigiera junto a Héctor A. Murena.
Antes de conocerlo personalmente, yo sabía bastante de Wilcock por comentarios de González Carbalho, su vecino, y de otros escritores que lo habían tratado. Sabía de su gran talento, su enorme cultura y su carácter desconcertante. Era irreverente y sarcástico. Habla vivido con su madre, de ancestros italianos, y su padre inglés, en una casa de la Avenida Montes de Oca, cerca de Santa Felicitas. Al morir sus progenitores vivió solo pero tenía una extraña relación con una cuarentona robusta (por no llamarla "gorda"), relación que algunos aseguraban era de tipo sadomasoquista. Yo conocía a la mujer porque era actriz de la compañía teatral que encabezaba mi amigo Roberto Aules.
GENERACION DEL 40
Wilcock pertenecía, cronológicamente, a la generación poética del 40 y había publicado varios libros, entre ellos Los hermosos días, Paseo sentimental y Sexto, partícipes de la tendencia neoclásica y neorromántica de los poetas de su promoción. Dirigió entonces las revistas Disco y Verde memoria, esta última junto con la poetisa Ana María Chouhy Aguirre, tempranamente desaparecida, que estaba enamorada de él, infructuosamente porque Wilcock era gay. En las tertulias en casa de la Chouhy Aguirre o de sus grandes amigos Silvina Ocampo y Bioy Casares, Wilcock solía sentarse al piano y cantar con su voz de barítono líeder de Schubert y Shumann.
En 1953 decidió radicarse en Europa y viajó con Héctor Bianciotti. Este se quedó a vivir en París, donde desarrolló una importante carrera literaria hasta llegar a ser miembro de la Academia Francesa.
Wilcock eligió Italia y publicó allí varios volúmenes de narrativa redactados en impecable Italiano (hablaba fluidamente, además, Inglés, francés y alemán). En Roma integró el círculo de Alberto Moravia -que lo tenía por consejero- Elsa Morante, Enio Flaiano (el guionista de La dolce vita) y el poeta y cineasta Pier Paolo Passolini, que inmortalizó su rostro anguloso haciendo de Caifás en El Evangelio según San Mateo. La escritora Natalia Ginsburg representaba a la Virgen María.
Cuando vino a Buenos Aires, llamado por Uribe, le envié a Crítica mi último libro de versos. El averiguó mi número de teléfono y una noche recibí la sorpresa de su voz. Hablamos más de media hora. Supe luego que con los amigos prefería hablar por teléfono antes que personalmente. Su charla estuvo entreverada de referencias eruditas y exabruptos. Comenzó elogiando algunos versos de mi libro y terminó diciéndome que valía muy poco. Pero antes de terminar me invitó a colaborar en Crítica con comentarios bibliográficos.
Fui a verlo una tarde al diario y me recibió fríamente, no me dio ningún libro para comentar. Yo llevaba un ejemplar de su primer poemario, Libro de poemas y canciones, de 1940, y en la primera página estampó la siguiente dedicatoria: "Al poeta Antonio Requeni, disculpándome, avergonzado, por este libro repudiable". Guardo el ejemplar. Quedamos en vernos otro día pero pasaron meses hasta que una tarde tomé en Constitución el colectivo 60 y Wilcock estaba en el vehículo. Conversamos. Me dijo que había decidido irse de Buenos Aires, a la que criticó por su "chatura cultural" y volver a Italia para escribir en italiano "porque el castellano no da para más" (frase que me dijo a mí y muchos han repetido). Sus juicios me hicieron sentir incómodo, hasta que no aguanté más, me despedí bruscamente y me bajé del colectivo. Debí haber descendido en Las Heras pero lo hice en Plaza del Congreso. Fue la última vez que lo vi.
Wilcock cumplió su decisión y a comienzos de 1957 regresó a Italia para no volver nunca más a la Argentina. Sin embargo, durante años envió al suplemento literario de La Prensa, donde había publicado sus primeros versos, artículos sobre ciudades y pueblos italianos que yo no dejaba de leer por sus sagaces observaciones y su inteligente ironía. Wilcock era una persona difícil pero un notable escritor. Más de una vez he pensado que era el único en nuestro medio que podía sentarse a hablar con Borges de igual a igual.
Cuando murió en Lubiano di Bagno Regno, pueblito próximo a Viterbo, en 1978, mi amigo Víctor Rubén Blanco, que se desempeñaba como embajador ante el Vaticano, me envió recortes de los diarios italianos con artículos neurológicos sobre Wilcock (más extensos que los que se le dedicaron en la Argentina) y aproveché para coordinar una página en La Prensa que apareció ese año. Allí reprodujeron fragmentos de dichos obituarios italianos y colaboraciones que pedí a sus amigos Basilio Uribe y el sacerdote y escritor Eugenio Guasta. Fue el primer homenaje que se le rindió poco tiempo después de su muerte.