ENRIQUE DIAZ ARAUJO SE EMPEÑO EN LA DEFENSA DE LA PATRIA Y DE LA FE
Maestro al servicio de la Verdad
El historiador mendocino fallecido a principios de este mes deja una vasta obra con cuatrocientos títulos entre libros y estudios. A la erudición de su pluma aunó la valentía de enfrentarse a impostores e ideólogos.
POR SEBASTIAN SANCHEZ
El pasado 4 de febrero, tras una vida pródiga en buenas obras y justos combates, Enrique Díaz Araujo se presentó ante las Puertas del Eterno, confesado y con el alma en sosiego.
Muchos de sus amigos y discípulos han escrito homenajes señalando la pérdida de uno de nuestros últimos maestros. Nosotros, que sólo pudimos conversar con él en pocas e inolvidables ocasiones -lo frecuentamos sobre todo en su obra, al punto de considerarlo un maestro "in absentia"- queremos dejar aquí algunas reflexiones a modo de respetuosa despedida.
Si bien se forjó con los maestros de su Mendoza natal, fue en la Universidad de la Plata donde inició su periplo intelectual pues allí estudió las carreras de abogacía y de profesorado en Historia.
A poco de recibirse inició una fructífera carrera judicial en la que se distinguió como penalista, fuero del que llegó a ser juez. Sin embargo, nunca perteneció a la clase abogadil (Ramón Doll dixit) y permaneció ajeno a la "oligarquía curialesca".
Don Enrique tuvo sus buenos maestros, por los que guardó siempre agradecido recuerdo, entre los que queremos mencionar sólo a tres.
De Julio Irazusta recogió la rigurosidad del historiador y del pensador político. Con él, aprendió a pensar la Patria más allá de las apariencias difusas, y a través suyo accedió al pensamiento político clásico.
Carlos Steffens Soler le dejó una enseñanza fundamental: la comprensión de que el cristianismo no es una religión intemporal e inespacial, "sino que está metida, incrustada, en la historia". Pero don Enrique no fue un discípulo autómata y en su día no dudó en manifestar desacuerdo con alguna tesis de su maestro, sobre todo respecto de lo sanmartiniano.
Con Alberto Falcionelli, el maurrasiano historiador de las ideas políticas, profundizó la crítica a la Revolución merced al cultivo del pensamiento contrarrevolucionario. Con él emprendió además la aventura de dictar cátedra en Chile, hasta que la escalada de nuestro secular conflicto con los trasandinos les hizo retornar de allende la Cordillera.
La existencia de Enrique Díaz Araujo se vertebró en lo intelectual, más allá de lo académico pues, además de profesor e investigador, fue un pensador de fuste al servicio de la Verdad. Su tarea magisterial -prodigada sobre todo en Mendoza, en la Universidad Nacional de Cuyo- forjó a varias generaciones, al punto que puede hablarse ya de la escuela histórica "araujiana".
LOS TEMAS
Guiados por sus cuantiosos títulos -unos cuatrocientos entre libros y estudios- podemos listar sucintamente los temas que abordó: la política en José Hernández, la revolución cultural (antes de que fuera moda), los irracionalismos posmodernos, la Cristiada mexicana, los "neocristeros" cubanos, la teoría política y su intelección en la realidad argentina, el marxismo en sus variantes, los marxistas (quizás la mejor biografía sobre Guevara sea la suya), la guerrilla en Argentina e Hispanoamérica, los militares y sus golpes, el Libertador San Martín, Bolívar, la historiografía y los historiadores, el Descubrimiento de América, la pontificia donación de América, el liberalismo y sus epígonos, la masonería, la reforma universitaria (¡ay, aquellas aguas y estos lodos!), el proverbial desorden argentino hasta llegar al descalabro actual.
Esta atropellada enumeración da cuenta de la vastedad de su sapiencia. ¿Sobre tanto podía dictar cátedra? Sí, en efecto, y con la hondura del pozo, como quería Chesterton, que no con la superficialidad del charco. Porque no fue un diletante, ni cayó en la "barbarie del especialismo" que denostara Ortega. Fue el suyo un pensar que se consolidó en ínsulas, luego en archipiélagos, hasta conformar un continente dilatado y pletórico de sentido que encontró unidad en el estudio de La Argentina, inserta en la Patria Grande, en el marco de la Tradición hispánica y cristiana. Y todo arquitectónicamente ordenado en los contrafuertes de una sólida formación histórica y filosófico-teológica y una intelección fuera de lo común.
Enrique Díaz Araujo fue un adversario bravo, hombre de pluma temer, que supo empeñarse en una sucesión de combates centrados en la defensa de la Patria y la Fe.
Libró sus lides principales contra la Utopía, la "herejía perenne" según Molnar. Combatió al liberalismo que, como ruptura en la historia, degeneró en quiebre de la unidad religiosa, deformación antropológica y naturalismo cerril. Y, por lo mismo, dio batalla al materialismo marxista, en tanto ideología excretada por el liberalismo.
Tampoco le faltaron combates en qué empeñarse en La Argentina. Fue, por supuesto, antagonista del Peronismo, de lo que dan cuenta sus muchos estudios críticos sobre el Líder, el Movimiento y sus nocividades. No obstante, despreció al "gorilismo" liberal y marxista, al punto que harán mal los historiadores peronistas en negar homenaje a Don Enrique, a cuya obra tanto recurren sin nombrarlo.
Asimismo, cuando pocos años antes del Bicentenario de Mayo y de la Independencia, los amigos antiguos del carlismo de uno y otro lado del Atlántico, decidieron poner en entredicho nuestra legítima identidad política con la falacia de que somos "hijos de la Revolución", don Enrique se calzó los guantes y repartió mandoblazos que aún parecen restallar. Enseñó entonces que la Revolución empezó, y triunfó, allá antes que acá, como han olvidado algunos, más españolistas que hispanistas. Pese a eso, harán mal los neo-carlistas -devenidos últimamente en borbonistas- si niegan homenaje a este caballero andante de la Tradición.
Pero quizás la lid más dolorosa fue la que hubo de librar -tal vez padecer sea mejor verbo- con los "a-patridistas", como los llama un maestro amigo, que niegan la existencia de la patria argentina y la correspondencia entre pietas patriótica y catolicidad. Se cansaron de criticarlo y ofenderlo, despreciando una obra que no han leído y ahora, pasados ya unos días de su partida, Enrique no les ha merecido ni siquiera una respetuosa evocación. Triste injusticia.
Pero, más allá de enemigos y adversarios, Díaz Araujo fue hombre de la Verdad, oportuna o inoportunamente dicha, de afirmaciones más que negaciones, de tesis más que antítesis, de concordias más que discordias.
EL ESTILO
Varias décadas atrás, Miguel Angel Scenna publicó Los que escribieron nuestra historia, un interesante registro de la historiografía argentina, donde dedicó unas páginas a Díaz Araujo señalando su agudeza, serenidad de análisis y, ante todo, libertad de pensamiento.
Es cierto, Don Enrique no pensó a través de compartimentos estancos o esquemas clausos. No se recluyó en engañifas epistemológicas o semánticas, pues eso se lo dejó a los cultores del pensamiento único, que rumian desde el calabozo. Por el contrario, su obra se fraguó en la libertad de quien sabe que no hay fronteras para la inteligencia, salvo las del Misterio.
Asimismo, sus escritos son cosa de nota, signados todos por un copioso aparato erudito que obra como testimonio de una vida en archivos y bibliotecas y manufacturados con prosa sencilla, muchas veces coloquial, sin menoscabo de la hondura. Siempre escribió atento a hacerse entender, lejos del empalagoso pseudolenguaje academicista, que suele ser coartada para encubrir falacias y mediocridades.
En persona, tras una aparente rudeza, se evidenciaba un hombre afable y generoso, cultor de un caritativo buen humor. Siempre firme en sus convicciones, una anécdota puede contribuir en su retrato. Compartíamos la admiración por las novelas de John le Carré, ha poco fallecido, y cuando le manifesté que se trataba de un autor "menor", me amonestó y contó que años atrás, cuando el director de un conocido diario bonaerense le rechazó una nota elogiosa sobre el autor inglés, decidió nunca más colaborar con el periódico. Y cumplió.
Pero el estilo de Don Enrique se sintetiza en un amor profundo por La Argentina, a la que le regaló una obra inmensa y a la que entendía como preludio de la Patria Celeste. En ese sentido fue hondamente joseantoniano, pues amó a su Patria porque no le gustaba; la amó con voluntad de perfección y le entregó alma y vida.
Hasta aquí, con filial respeto, este humilde homenaje que terminamos en oración, para que el Cielo le haya recibido tal como intuye Antonio Caponnetto: "La recepción tenía un ritual preparado:/ a su paso rindieron ballestas y arcabuces/ los seráficos coros. Tremolaban las cruces. /El Angel de la Patria se había engalanado".