POR ANTONIO REQUENI
Una tarde de 1955 entré en el bar Florida de la calle Viamonte, a metros de la Facultad de Filosofía y Letras, frecuentado por los poetas de la Generación del 40. Sentados a una mesa estaban el español Arturo Cuadrado, editor de Botella al Mar y una jovencita que Cuadrado me presentó: Alejandra Pizarnik. Reconocí en ella a una vecina (los dos vivíamos entonces en Avellaneda) que había visto muchas veces sin saber quién era. Alejandra tenía entonces 19 años, seis menos que yo, y acababa de publicar con el sello de Cuadrado La tierrˆ más ajena, libro que me dedicó. Ese fue el comienzo de una amistad que duró hasta su muerte, en 1972. Como vivíamos cerca la visité a menudo en la casa de sus padres, Lambare 114; también cuando la familia se mudó a Barracas, en Montes de Oca 675.
Alejandra era menuda, cara redonda, pelo corto, castaño y ojos entre grises y verdes, con un rostro reacio al maquillaje que podía haber disimulado las marcas del acné. Tenía mucho humor, una gracia irónica, y le gustaba intercambiar chismes de los escritores, pero lo que verdaderamente le apasionaba era la poesía. Teníamos preferencias distintas pero eso no impedía que congeniáramos. Ella admiraba a los románticos alemanes y a los surrealistas franceses. Yo prefería a los españoles Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y los poetas de la Generación del 27. Recuerdo que le presté dos libros que fueron para ella reveladores: El alma romántica y el sueño de Albert Beguin, y De Baudelaire al surrealismo, de Marcel Raymond.
Alejandra soñaba con viajar a París, la ciudad de sus poetas predilectos y, en esos años, efervescente centro del existencialismo. Yo había viajado un año antes y permanecido en París cuatro meses gracias a una beca. "París -le decía- es una ciudad cortada a tu medida". Un año después Alejandra consiguió viajar y vivió allí cuatro años. Se hizo amiga de Julio Cortázar, de Octavio Paz y frecuentó a los modernos poetas franceses. En París escribió Arbol de Diana, libro que prologó Octavio Paz y publicó Sur dos años después. Desde París me escribió varias cartas que figuran en el tomo Correspondencia Pizarnik, recopilado por Ivonne Bordelois.
VOLVIO DISTINTA
Pero Alejandra volvió distinta a Buenos Aires. Desde entonces, ella y su poesía ahondaron cada vez más en una visión desolada y hasta angustiosa que ya aparecía insinuada en sus primeros versos. Físicamente más delgada, el rostro anguloso y con los rasgos de una desasosegada introversión; conservaba su antiguo humor pero éste se había tornado ácido, sombrío. Fueron años de una progresiva depresión, de la que no pudieron rescatarla las sesiones de psicoanálisis de León Ostrov y Enrique Pichón Riviere, ni la amistad con el pintor Battle Planas (su otra vocación era la pintura). De esa época son los libros Los trabajos y las noches y Extracción de la piedra de locura, así como sus últimas prosas, tan exasperadas.
Nos seguimos viendo pero con menor asiduidad. No me sentía cómodo con las nuevas compañías que la rodeaban: el alcohol, las drogas...
Una noche, con Jorge Calvetti y Oscar Hermes Villordo, la invitamos a cenar en el comedor de La Prensa, en el viejo edificio de la Avenida de Mayo, en cuya redacción los nombrados y yo nos desempeñábamos. Vinieron también María Elena Walsh y Amelia Biagioni, todas amigas y representantes, además, de la mejor poesía femenina del momento (sólo faltó Olga Orozco). Fue un feliz encuentro.
Años después, cuando Alejandra decidió poner fin a su vida (tenía 36 años), sentí dolorosamente su muerte pero no me sorprendió. Alejandra era carne de suicidio. Lo había intentado poco tiempo antes y la salvaron en el hospital Pirovano. Por otra parte, lo dejó escrito en uno de sus poemas: "Basta de hacer cola para morir".
Si vivir muchos años es vivir muchas muertes, Alejandra vivió en pocos años muchas vidas. Su trayectoria, desde la adolescencia a la temprana madurez, estuvo signada por experiencias íntimas que explicitó descarnadamente en sus poemas. Siempre la admiré y la quise, pero prefiero recordarla como aquella jovencita intensamente sensible y tiernamente afectuosa que una tarde me presentó Arturo Cuadrado en un bar de la calle Viamonte.