La gracia que se hace presente en el don de la vida




En épocas donde la verdad y la justicia se encuentran escondidas tras el velo de la confusión, o en el dolor enraizado de aquellas generaciones heridas de amor. En tiempos donde los vacíos internos se llenan de significantes inertes, banderas que prometen mustios triunfos, que no acarrean más que a nuevos sufrimientos. En estas épocas, que no son muy diferentes a otras, aún resuena un llamado, un eco profundo en el interior de las personas, algo que nos interpela a reconocer al otro, su dignidad, su rostro. 

“Quiero ser útil a mi gente” vociferaba nuestro beato salesiano, Ceferino Namuncurá. Ese pequeño que honró la vida, y se dedicó a dar lo mejor para su pueblo. Lo mejor, no en sentido figurado, sino aquello que explotaba en su pecho, el amor mismo, la entrega. Esos vientos australes que soplaron vida en abundancia cuando los enfrentamientos estaban a flor de piel, siguieron su periplo, y fruto de la gracia allá por el 2000, obraron el milagro que consagraría al joven de la Auxiliadora.  Quiso este pequeño salvar la cuna sagrada de una madre que había sufrido un aborto espontáneo y que clamaba al cielo la oportunidad de seguir dando vida. Vida que comienza como un don gratuito y desencadena el hecho más maravilloso de la existencia. Vida que pide acogida. Esta savia común que nos ha hermanado a lo largo de la historia y nos permitió escribirla día a día, sigue fluyendo. Pues como diría Saint-Exupéry “El árbol no es semilla, después tallo, tronco flexible, después madera muerta, no es preciso dividirlo para conocerlo  El árbol es esa fuerza que, lentamente, desposa al cielo”

*Ciudadela.

María Agustina Quiroga
Abogada UCA
Diplomada en Derechos Humanos por la Universidad Austral.