Desde mucho antes de la pandemia, y aún desde bastante antes de la llegada de Trump al poder, se viene hablando de un nuevo orden mundial que, como es de suponer, juran que se basa en una equitativa distribución de la riqueza y en la eliminación de las diferencias de todo tipo, incluidas las de mérito y esfuerzo previo. Si se lee tanto a los sociólogos como a los economistas defensores de la teoría, y a algunos empresarios globales bondadosos (oxímoron consentido), todos ellos con sus fortunas puestas en fundaciones que controlan y que los eximen de cualquier impuesto.
No se trata del triunfo de teorías filosóficas ni sociológicas, frutos de estudios elaborados por alguno de los grandes pensadores de la historia, ni tampoco de formulaciones económicas basadas en la evidencia empírica y sostenidas por resultados exitosos en una diversidad de países y de situaciones. O para mejor decir, aunque detrás de esa línea mezcla de pensamiento y fe, de esperanza y credo se hayan alineado varios premios nobeles y varios autores de bestsellers y catedráticos, se trata de una pura y llana expresión de voluntarismo colectivo, como la ciencieología o la macumba, la astrología o la medicina alternativa. Con similar calidad de argumentos.
A fin de facilitar la comprensión del concepto de voluntarismo, se transcriben a continuación las cuatro acepciones que la Real Academia Española adjudica al término:
1 - Teoría filosófica que da preeminencia a la voluntad sobre el entendimiento.
2 - Doctrina que, según el filósofo alemán Arthur Schopenhauer, sostiene el predominio de la voluntad (divina) en la sustancia y constitución del mundo.
3 - Doctrina teológica para la cual todo depende de la voluntad divina.
4 - Actitud que funda sus previsiones más en el deseo de que se cumplan que en las posibilidades reales.
Las lectoras pueden elegir cual de los cuatro significados utilizar o una mezcla de todos, probablemente un procedimiento más adecuado para una apropiada definición del mundo huxleyniano que han diseñado estos pensadores con altas credenciales, como el inefable Stiglitz, autor (¿culpable? intelectual de la Argentina de hoy, Piketty, con sus conclusiones matemáticas de escasa validez estadística, Jeffrey Sachs, el también inefable George Soros y los sensibles Bill Gates y Warren Buffet, erigidos ahora en súbitos paladines de la bondad.
Fracasan siempre
La plétora de defensores de esta línea es muy amplia, y se entremezclan con los escuderos de la famosa Modern Monetary Theory, que con una andanada de ecuaciones al estilo Nash, tratan de predecir el comportamiento económico financiero del individuo. Desde hace mas de 3 décadas han tenido fuerte influencia en las políticas monetarias mundiales, y aún en las económicas, seguramente por la comodidad de dar una excusa para olvidar las severas ideas de Friedman, para no hablar de Menger, Bastiat, Hayek o von Mises, con una pátina de fundamento científico, pero fracasando siempre.
Es evidente que, para los demagogos de hoy (casi todos los políticos) no hay nada más cómodo que no atarse a la obligación de tener un presupuesto equilibrado, que en la época de la decencia constituía una premisa ineludible de buena administración. El concepto teórico elemental de Keynes, que sostenía que no había que caer en el error de anualizar los presupuestos, les cae como anillo al dedo. Eso permite crear déficits, obtener resultados instantáneos y luego compensarlos con endeudamiento, impuestos o inflación futuros. Y con suerte, con un siempre esperado crecimiento que equilibre todos los defectos.
Como los políticos del mundo entero tienden a ser cada vez más inútiles, incluyendo a los organismos financieros internacionales, más burocráticos y muchas veces más corruptos -cada uno a su nivel – el supuesto keynesiano de aceptar déficits en un período dado para compensarlo en el futuro ha olvidado esa segunda parte, es decir, donde se elimina el déficit. Además de sus múltiples imperfecciones, la teoría keynesiana se ejecuta sólo por la mitad: la del déficit providencial. Eso se aplica también a las empresas privadas. Ya ni siquiera necesitan distribuir dividendos, como en la época gloriosa de Benjamin Graham, el maestro de Warren Buffet, que nunca compraba acciones que no pagasen sistemáticamente dividendos. Eso ya no hace falta. Basta conque la empresa “agregue valor”, que en definitiva suele querer decir “agregar endeudamiento” para que sus acciones sean apetecibles. Graham se revuelve en su tumba. Buffet se hace más rico cada día.
Esa combinación público-privada llevó a todas las crisis financieras modernas, con disparadores diversos. Y todas se resolvieron de la misma manera, desde hace un cuarto de siglo: aumentando el endeudamiento y aumentando la emisión. Y no se está aquí hablando de unos paisitos de cuarta, sino del centro mismo del sistema.
Tasas bajas con inflación
Porque al sistema así concebido hay cosas que le aterran y cosas que lo alegran. Le aterran las tasas de interés altas, porque el déficit público y privado se vuelve explosivo sobre todo políticamente, que es lo único que le importa. Y además se evidencia. Le crispan los nervios la idea de una depresión, porque a estos niveles de deudas el sistema privado estalla y el sistema público se sinceraría con déficits largamente de dos cifras. Lo hace temblar la apreciación de la moneda exitosa, y entonces la combaten con trucos que estallan siempre.
Le alegra la inflación y las tasas bajas, cero o negativas, porque se puede seguir endeudando sin obligación de ajustar y lo excita la inflación, que oculta todos los pozos y las piedras de la ineptitud, el populismo y la corrupción. (Es importante que el lector recuerde que este comentario no se refiere a Argentina, solamente)
La Reserva Federal solía cumplir su tarea y también el compromiso formal de Estados Unidos con el sistema mundial tras salir de Bretton Woods de mantener una moneda de referencia sólida. Como ocurrió cuando presidía el organismo Paul Volker, el fenomenal financista. O en la primera etapa de Alan Greenspan, uno de los más respetados operadores de Wall Street. Ambos una molestia de proporciones para las burocracias de EEUU. Volker subió las tasas al 20% para bajar la inflación, por ejemplo. Y Greenspan, nombrado por Bush padre, salvó a la economía norteamericana pero se ganó el odio de su mentor, quien llegó a decir “I appointed him, he dissapointed me”. George perdió, Estados Unidos ganó.
Porque esencialmente, la teoría seria es que existen ciclos económicos y que a una etapa de sobrecalentamiento que culmina en inflación, sucede una etapa de recesión o depresiónes que recompone los precios relativos. Pero eso se impide a los ponchazos por miedo político con más emisión y gasto y menos interés. Que fue y es lo que se usa desde Ben Bernanke en adelante para resolver todos los problemas: la emisión en todos sus formatos. Y obviamente, el ciclo de retirar esa emisión cuando se vuelve (si se vuelve) a la normalidad, nunca se completa, o directamente no existe.
A ese panorama se superpuso el proceso de libertad de comercio de la globalización, que empezó Nixon con su audaz acuerdo con China, y tuvo en Clinton su mayor impulsor y campeón. Debe recordarse que, al terminar su mandato, Bill estaba en camino directo a eliminar el déficit presupuestario americano, lo que preocupaba a más de uno, que lanzaban cataratas de argumentos tan poco válidos como los keinesianos y la teoría monetaria moderna, que terminan por sostener que se puede emitir en ciertas condiciones teóricas mágicas sin crear emisión. Un milagro de la ciencia.
A la combinación del endeudamiento y la inflación reprimida en el sistema, se unieron dos factores adicionales: a muchas empresas del primer mundo, y a muchos sindicatos y trabajadores, les empezó a molestar la competencia, y al mismo tiempo la combinación de la globalización con la tecnología y las facilidades de financiamiento empezaron a socavar la necesidad de flexibilizar tanto los precios como las condiciones laborales. Todo el concepto de globalización se basaba en la idea de que EEUU y otros países centrales transferirían sus industrias desfallecientes a países subdesarrollados y ellos se concentrarían en las nuevas tecnologías y servicios.
En un punto, se trata, queriéndolo o no, del proceso solidarios más grande de la historia. Cientos de millones de individuos tuvieron la chance de participar, formarse, dejar de ganar un dólar por mes, tener algo parecido a la dignidad y la oportunidad, aspirar a salud, bienestar, progreso, familia, futuro. La evidencia empírica del éxito es apabullante. Pero a los sindicatos locales les quita poder y negocios.
Algunos países europeos se salvaron de la miseria gracias a la globalización, como España, Italia o Grecia. Pero quisieron la parte dulce del proceso, y se olvidaron, omitieron o mintieron en la parte amarga de las contrapartidas de seriedad. Eso generó resentimientos, odios, protestas, enojo por la competencia global que venía a amenazar al mundo imperialista y esclavizante diseñado en la posguerra, entre ellos por el mismísimo Keynes, contra países como Argentina.
El número 37 de la ruleta
Pasó algo similar en Estados Unidos, donde los sectores obsoletos, tanto empresarios como trabajadores, se sintieron despojados por la competencia mundial, robados en su comodidad y en su monopolio. La industria automotriz, la propia industria petrolera, un muerto en vida que ha desperdiciado billones en el fracking, una apuesta al número 37 de la ruleta.
De esa mezcla de amenazas de desempleo masivo, que es real, de pérdida de las fuentes tradicionales reemplazadas por otras que requieren un gran esfuerzo de adaptación y entrenamiento y además obligan a competir, de super endeudamiento de empresas y consumidores, de emisión desaforada para satisfacer presupuestos populistas, de ineficiencias que ya no tenían mecanismos de depuración, de la combinación de todas las consecuencias de la que los grandes filósofos de la economía habían advertido – en vano – y de un populismo y demagogia innatos que surgen de los sistemas de partidos del mundo entero, se fue formando la plataforma multicausal que culmina en las protestas, las roturas, la rebelión en las calles, las masas enloquecidas destructoras.
De esa misma mezcolanza surge la idea del nuevo orden mundial, un orden justo, con salario universal sin necesidad de trabajar, mantenido con un impuesto a los ricos, que, como vacas de tribu Maasai suponen dejarse ordeñar y hasta chupar la sangre (sic) para que de su esfuerzo productivo vivan casi 8 mil millones de habitantes en un plácido mundo feliz.
En ese teatro aparece Trump. Cuyo voto es fruto y representación de toda esa queja, unida a la más temida y repudiada consecuencia de la globalización: la inmigración. Estados Unidos canaliza en él ese enojo, esa furia y ese temor. Pero por una paradoja de la historia y del destino, Trump simboliza al mismo tiempo a las dos épocas, a los dos órdenes mundiales. Por un lado defiende el viejo orden. El de América para los americanos. El de América First. Simultáneamente, se niega a tomar el papel que su país tuvo siempre en el liderazgo mundial. Se niega a la modernidad y defiende a la industria obsoleta y reduce la inmigración. El orden mundial americano era la globalización, que ahora agoniza entre una marea de tuits que frenan la inversión y un sistema financiero que él ha terminado de destruir al emascular a la Reserva Federal, ocupada ahora en mantener una tasa cero en el sistema, que es lo que destruirá finalmente al capitalismo. Habrá de recordarse que la presión para bajar la tasa al mínimo y devaluar el dólar del presidente americano (inconstitucional, por otra parte) viene desde antes de la pandemia, por las dudas no se tenga presente.
Y ahora sí, agréguese la pandemia y su desastrosa y casi caricaturesca idea de meter en el leprosario y cuarentenar a los sanos, en vez de aislar a los enfermos, como ocurre desde hace 6.000 años como mínimo en cada plaga. Esa decisión terminó de pulverizar la globalización, o al menos la circunscribió a la esfera asiática y a sus aliados y proveedores. Adelantó y aceleró todos los fenómenos y quitó toda posibilidad de gradualismo al período de desempleo, readaptación y recreación schumpeteriana de la producción.
Ante semejante emergencia unánime, instantánea y decretada, los gobiernos no tuvieron otro camino que emitir y repartir. Cada uno como pudo, sin ninguna racionalidad ni experiencia, sin estudios ni análisis de factibilidad ni de consecuencias. Emisión masiva, sin plan ni límite.
Eso es lo que alegremente se ha dado en llamar el nuevo orden social, apenas un colosal desorden que no sólo no es sostenible más allá de pocos meses, sino que tendrá inexorablemente las consecuencias que predijeron los grandes filósofos de la economía, pero mucho más instantánea y generalizadamente que lo imaginado nunca.
Creer que ese aborto de la lógica es un nuevo orden, un nuevo paradigma, un mundo equitativo, de igualdad, sin meritocracia ni las exigencias del viejo orden, es un acto de infantilismo. Por supuesto que cada individuo tiene derecho a pensar como quiera. Pero los políticos serios no. Suponiendo que quede alguno.
Es sabido que el nuevo gobierno norteamericano no va a cambiar demasiado la línea de Trump, más allá de lo cosmético. No tomará el riesgo de actuar con seriedad en su economía y enfrentar los costos políticos de semejante decisión, tanto en la interna demócrata como en el orden nacional. Tampoco eso implica que se trate de una decisión filosófica de fondo, una concepción distinta de la humanidad, un nuevo orden que como un faro iluminará el camino de la humanidad en el siglo XXI. Ni el FMI y los demás entes harán nada por retomar el camino de la lógica, ni saben cómo hacerlo. Los burócratas son ineficientes por naturaleza. Y estatistas por necesidad, conveniencia y obligación.
Tampoco es seguro que el dólar se devalúe mucho más contra las principales monedas, porque Europa seguirá igual o peor política. Sí es seguro que se avecina una etapa inflacionaria mundial y apreciación de moneda de los países vapuleados productores de bienes primarios, que pueden tener un quinquenio de respiro. Hay que ver en qué lo usan. Si para fomentar el populismo y ganar reelecciones como ocurrió en Argentina y Uruguay en la etapa anterior de depreciación del dólar, o para sanear el presupuesto y crear un fondo de emergencia, como hicieron otros países con gobiernos serios.
También se abre una oportunidad local para buscar nuevas alianzas internacionales y cambios que lleven a un salto cualitativo en la educación y en la recomposición total del esquema de producción de recursos del país, incluyendo los servicios como rubro vital y replanteando desde cero el oscuro sistema empresario-laboral que con su tremendo peso hunde cualquier expectativa. Seguramente no pasará. Argentina sufre un ataque de ineficiencia rentada y una corrupción sistémica imposible de calafatear hasta que no estalle.
Con tasas mundiales de cero o menos, nada bueno se puede pensar del futuro del capitalismo, que se enfrenta a un proceso donde el capital no vale nada, el riesgo no tiene premio y el fracaso no tiene costo. China, simétricamente a Trump, también tiene dos papeles en esta tragedia: es el destructor del capitalismo con sus virus, sus robos de tecnología y el espionaje de Huawei, y al mismo tiempo es el líder de la libertad de mercados que otrora fue la bandera inmaculada del capitalismo, que acaba de arriar.
Wall Street, empero, florecerá. El negocio de las vacunas es un anticipo. Eso sí, los billonarios que pregonan el impuesto mundial para financiar las vacaciones de por vida de todos, no lo pagarán porque sus fundaciones están exentas de todo tributo. Y la recaudación del gravamen, con la subsiguiente distribución equitativa entre los 7,5 mil millones de beneficiarios del salario universal, estará a cargo de un ministerio global supranacional dirigido por los burócratas Stiglitz, Sachs y Piketty.
El nuevo caos mundial sería un mejor nombre.