¿Por qué "no me daría la vacuna"?
No es momento de volver a Ortega y sus observaciones respecto de nuestra tendencia a crear antinomias para girar alrededor de falsos dilemas que nos impidan actuar, pero definitivamente el tema de "la vacuna", es uno y no de los menores.
En estos días se cumplirá (ya) el año del supuesto primer caso de covid-19 en China, y en este año han fallecido casi 1.3 millones de personas, con 51 millones de infectados y 36 millones ya recuperados. En este panorama, aparece el cuestionamiento que generan los rebrotes y la "segunda ola", sin olvidar la posibilidad de mutaciones del virus. El telón de fondo de esta obra es la falta de certidumbres, ya que inclusive aparentemente no generaría "inmunidad de rebaño", con lo cual la obra se llama "incertidumbre o la gran confusión".
Con este marco y luego de que las cuarentenas de diverso tipo, característica, población y especialmente duración, con indicaciones que pasarán a la antología del absurdo cuando no trágico, la solución ya casi mística está depositada en "la vacuna".
Un comunicador se preguntaba hace meses cuando llegaría el Tamiflu, como si fuese una pócima mágica, negando/ignorando los desastres que ese medicamento generó con su uso en la H1N1 o gripe porcina. Pero, para algunos, quedó como la barrera que finalmente nos libró de los males y apocalipsis que también ahí anunciaba el Imperial College de millones muertos. Porque la campaña del miedo bajo su supuesto interés para "concientizar" a la población en realidad se basó en modelos matemáticos que fracasaron no una sino al menos tres veces, pero generaron el pensamiento mágico de imaginar que ante la inminente muerte algo debía salvarnos.
Este y todos los años mueren millones de personas por HIV o muchas más de infecciones respiratorias, pero este coronavirus ha tenido la ventura de posicionarse como el quinto jinete, y justificar cualquier medida, como -por ejemplo- vacunas sin la rigurosidad científica, que implique que no provoquen efectos secundarios peores a lo que buscan prevenir, que generen inmunidad suficiente y con algún grado de permanencia, pero especialmente que fueran eficaces. Resumiendo, que un remedio (esto no lo es), sirva y aun sirviendo no cause males mayores.
El primer argumento del juramento hipocrático es Primun non nocere, primero (y aun ante la imposibilidad de solución) no empeorar la salud del paciente. Las leyes de todo el mundo, tanto en el ámbito civil como en el penal, penan la negligencia, impericia, pero particularmente la imprudencia y este es uno de los temas cuando uno administra o aplica algo no probado suficientemente.
La esencia del saber no es tener las buenas respuestas sino elaborar buenas preguntas, es decir tener cada vez más en claro qué es lo que uno ignora. En nuestro medio actual, sin embargo, se rinde culto a quien afirma con total firmeza su desconocimiento.
En este contexto, con protocolos, es decir estudios de investigación en curso, sin tiempo mínimo para conocer sus consecuencias o su eficacia real, sin saber si aportarán inmunidad duradera, con algunos consentimientos informados en que se aclara que el estudio es a simple ciego, es decir que el único que no conoce lo que se le aplica es el cobayo humano, pero finalmente con el anuncio de la compra de una supuesta vacuna, no aprobada en su país de origen y con solo unas decenas de ensayos clínicos, existe la pregunta sobre ¿cuál es "la vacuna"?
No hay respuesta posible o seria. Solo aceptar la experimentación que conocimos en otras épocas trágicas, imaginar que tener una idea y aplicarla a humanos es una solución. Hay museos dedicados a mostrarnos los resultados, o está la talidomida, o el oseltamivir, el tamiflu más cercanamente.
A la pregunta, la respuesta ni siquiera es ¿cuál vacuna', sino ¿qué vacuna? Anuncian una que tendría resultados iniciales prometedores. Solo cuando esto supere todos los criterios rigurosos que aseguren que "no dañaremos", se podrá comenzar a formular la pregunta.