En aquellos años no se estilaba cerrar las puertas de las casas. La de mi abuela paterna quedaba en la calle Fitz Roy, más cerca de la esquina de Gorriti que de la de Honduras. Yo entraba sin otro requisito que empujar la alta puerta de dos hojas.
Hacia 1950 quedaban poquísimos de aquellos locales denominados "almacén y despacho de bebidas''. Por una puerta el
En cierta esquina de la calle Fitz Roy se hallaba una de estas reliquias del viejo Buenos Aires. Pertenecía a don Vincenzo, patriarca de la familia italiana propietaria del local. En la despensa atendía la hija, muchacha de unos cinco lustros de edad de la que sólo recuerdo su rasgo más distintivo: el selvático bozo que le corría entre la nariz y el labio superior. (Por este motivo, el maligno ingenio barrial la había bautizado La Mostachola. Aporto estos detalles sin temor de herir a nadie: por el largo tiempo transcurrido, es seguro que don Vincenzo y toda su familia hace rato que se hallan jugando con san Pedro a la lotería de cartones.)
VOZARRON
El despacho de bebidas tenía puerta y ventana a la calle Fitz Roy, y era un lugar ruidoso. Las charlas en voz alta, el chasquido de los naipes y el golpeteo de los dados emergían todo el tiempo a la calle.
Pero esa tarde las cosas ocurrieron de otra manera.
Al regresar desde la casa de mi abuela hacia la mía, un vozarrón estentóreo en medio de un insólito silencio sepulcral me hizo detener y mirar hacia dentro del local.
Acodados a las mesas, cabizbajos y en recoleta actitud de reflexión, los concurrentes estaban inmóviles y como dando a entender que no tenían ninguna relación con lo que estaba profiriendo, a los gritos y paseándose entre las mesas, el hombre del vozarrón.
Muy alto y muy gordo, y de pelo rubio con algunas canas, su cara redonda, mofletuda y rosada correspondía más bien a la de un dulce bebé, en divergencia total con la agresividad que cargaban sus imprecaciones.
De sus palabras inferí que algún parroquiano, desde la cobardía del anonimato, lo había insultado, tal vez poniendo voz de loro o de cacatúa. Yo lamentaba ignorar el tenor del agravio cuando, por fortuna, el hombre lo consignó con absoluta precisión: le habían dicho
-A ver. -gritaba-. ¡Que salga, si es que tiene pelotas, el que me llamó
El hombre tenía razón: el calificativo era injusto. Es verdad que los cerdos son obesos, pero la límpida carita de pétalo de rosa lucida por él rechazaba todo símil con la fisonomía hirsuta del porcino.
Abundante en aquellos anatemas y otros muy parecidos, el coloso se paseaba en medio del absoluto silencio y la respetuosa calma de los presentes, entre quienes se ocultaba el ahora pusilánime que lo había llamado
-Lo que pasa es que todos ustedes son ¡una manga de hijos de puta! ¡Son hijos de siete padres y de una reputísima madre que los recontra mil parió!
Yo nunca había oído la metáfora heptagenitoria y me parece que jamás la oí más tarde.
Por fin, al verificar que tan terribles apóstrofes no lograban suscitar ninguna reacción entre los educadísimos contertulios, el blondo gigante salió a la calle. Aunque aquel conflicto me era ajeno, por si acaso me desplacé hasta el cordón de la vereda.
Todavía refunfuñando y furioso, el caballero enfiló por Fitz Roy rumbo al sur. Deduje que, si el insulto anónimo se ajustaba a la verdad zoológica y geográfica, se dirigiría hacia su chiquero, pocilga o zahúrda villacrespense.
Cuando los clientes de don Vincenzo se cercioraron de que ya había pasado el peligro, hubo un general suspiro de alivio y regresaron las charlas, las carcajadas, el sonar de los dados y los lances del truco y del chinchón. Serían una docena; si cada uno tenía siete padres, un cálculo elemental nos demuestra que un conjunto de ochenta y cuatro progenitores acababa de derramar en el salón el bálsamo de que