Es evidente que el presidente considera de crucial importancia la intervención-expropiación de la empresa Vicentin. Desde su urgente y sorpresivo anuncio en una conferencia de prensa ad hoc, a su alto involucramiento en los últimos 5 días, se nota que es un tema que lo desvela. Tanto, que lo ha hecho apartar de su férrea decisión – anunciada en una conferencia de prensa anterior– de concentrarse sólo en la pandemia y no en temas económicos.
Como la lucha contra el virus no ha terminado y se anuncia que lo peor está por venir, esa excepción a la exclusividad en la atención presidencial es toda una señal de su preocupación por el drama de la compañía agroindustrial. Una cuestión de Estado, evidentemente. Dada la urgencia, tampoco ha contado con la asistencia del ministro de Economía, también concentrado exclusivamente en evitar el default y renegociar una parte de la deuda externa.
Ayer Fernández declaró que para rescatar a la empresa no queda otra herramienta que la expropiación y advirtió que otros caminos implicaban que el estado terminase siendo corresponsable. (¿Se siente obligado a rescatarla?) Paradojalmente, la intervención y la expropiación son las dos mejores maneras de ser instantáneamente corresponsables. Lo sabe cualquier abogado con diploma, y cualquiera que tenga memoria de todos los casos en que participó el estado nacional (y los provinciales) con alguna de esas dos figuras dudosas.
Cuando se tomaron esas medidas con algunos de los argumentos aquí ensayados, el rescate de una empresa, la conservación de puestos de trabajo, la concentración de mercado en caso de desaparición de la compañía, las deudas con el estado, la defensa de los pequeños productores, la sospecha de maniobras ilegales, el estado, o sea usted, terminó pagando varias veces el valor de la empresa por juicios y reclamos de los acreedores del grupo intervenido, del personal y de los propios dueños. El estado argentino, es especialista en perder juicios. Hay muchos ejemplos escandalosos en que gobiernos de todos los plumajes tomaron medidas más o menos justificadas de desapoderamiento, que culminaron con enormes pérdidas estatales, o sea para el contribuyente, sin que se lograran ninguno de los beneficios prometidos. Alevosas estafas bancarias incluidas.
Dos libros como guía
Sin embargo, como en tantos otros grandes problemas, la solución es sencilla y viable y está al alcance de la mano. Se trata de seguir las pautas de dos pequeños (en tamaño) libros de un abogado tucumano (con diploma) escritos en 1852 y 1854. Uno se titula Bases y puntos de partida para la organización política de la Confederación Argentina, y el otro Sistema económico y rentístico, de Juan Bautista Alberdi.
Más claramente, si se repasan los principios y reglas inviolables de la Constitución Nacional, (aún luego de las ablaciones e injertos pergeñados por Raúl Alfonsín con que Menem le pagó su reelección) se verá que no sólo es inválido hacer lo que intenta el presidente, sino que allí se encuentra la única solución seria, válida y legítima. Simplemente se debe cumplir la ley, sin reacciones histéricas ni falsos impulsos patrióticos, de soberanía ni de épica de protección del trabajo, que nunca se cumplen.
Si una empresa, por grande que fuese, entra en una situación de insolvencia temporaria o definitiva, sencillamente se debe aplicar la ley de Concursos. Ella garantiza los derechos de las partes y, aún con las deficiencias conocidas, que no son atribuibles a la norma sino a su aplicación, cubre todas las situaciones posibles. Incluyendo los casos en que el acreedor es el estado, previstos en su artículo 48, y el de su venta a terceros o a los acreedores.
El Gobierno no puede entrar con la caballería en un concurso, primero porque la ley no lo permite, segundo porque se arroga un privilegio que no tiene sobre los demás acreedores, tercero porque al hacerlo en unos casos sí y en otros no se trata de una discrecionalidad inconstitucional, y cuarto porque inevitablemente al intervenir una empresa se difumina la responsabilidad entre la gestión privada y la estatal haciéndolo solidario. Con razón. Por eso el único que puede intervenir una empresa, si sospecha de su conducta, es el juez. Si el Estado opta por hacer valer su fuerza para burlar esa regla, lo paga caro. Después.
Todas las situaciones que se invocan como causal de una intromisión estatal, se contemplan mucho mejor dentro de la ley de Concursos que con una medida manu militari, aún con todos los defectos de procedimiento. El Estado tiende a creer que sabe administrar mejor que los particulares sus propios bienes. Aquí, además, el Ejecutivo cree que puede hacerlo mejor que la justicia. Es decir, intenta mejorar la Constitución, o eliminar lo que llama los obstáculos constitucionales.
Si a esto se agrega la expropiación la situación empeora. ¿Qué se hace con el Concurso? ¿Se da por terminado por DNU, se deroga? ¿A quién se compra y se paga la empresa? ¿Al concurso o a los accionistas? ¿Qué se hace con las deudas? ¿Se dan por saldadas? La absurda idea de pagar la expropiación con las deudas de la concursada con el estado es ridícula. Tan ridícula como la idea del pequeño Kicillof que creía que Repsol pondría “plata encima”, o que había maneras de “no caer en la trampa de tener que comprarles las acciones a todos”.
En lo que hace a la manutención de los puestos de trabajo, se trata de una frase sin valor ni sustento alguno. Sin crédito, la empresa no podrá operar. Los empleos serán entonces subsidios. Para eso no haría falta expropiar nada. Como no haría falta hacerlo para saldar las deudas. Haría falta emitir un poquito más, simplemente. A lo que de todas maneras está condenado este proyecto. A menos que desguace la compañía y la venda, en cuyo caso no podrá mantener los empleos.
Igual ocurre con los productores-intermediarios-acreedores. ¿Cómo se espera que le continúen vendiendo? ¿Se piensa acaso en forzarlos con la extorsión de que no cobrarán si no siguen colocando sus productos en la empresa ahora estatal? En tal caso, además de un delito, se incurre en una grave ignorancia del mercado y de las personas. Alberdi se lo podría explicar muy bien. Una vuelta más de rosca, típica del peronismo, le hace soñar que, con la intervención de YPF Agro se puede encarar un sistema de trueque o de quid pro quo, algo que también es ilegal y tendrá un final de fracaso. Además, ¿qué contratos firmará YPF, al borde de la bancarrota también, y cotizante en Wall Street? Y ¿qué compromisos podrá tomar que no caigan en la ilegalidad, ya saturada con la venta a Eskenazi?
Se puede pensar en encontrar algún comprador para varias unidades de la empresa. Suponiendo que alguien quiera comprar un grupo expropiado con todas las rémoras colgadas que eso genera a un estado además quebrado. Cosa que, en cambio, la compra en un Concurso evita, al “borrar el pasado”, diría Borges.
El Gobierno cree que puede hacer todo esto mucho mejor que el mercado, que la ley y que los privados, coherente con el progrepopulismo socialista que exhibe en todas sus acciones y su discurso. Que Fernández desmiente, pero hace. Ese desprecio por el derecho de los particulares y por su capacidad para manejar sus propios intereses y hacer cosas que vaya en beneficio del país, se traduce en el desprecio por la Constitución, como dice Alberdi: "Todo reglamento que so pretexto de organizar la libertad económica en su ejercicio, la restringe y embaraza, comete un doble atentado contra la Constitución y contra la riqueza nacional, que en esa libertad tiene su principio más fecundo".
El Presidente, en sus horas de descanso en la lucha contra el Covid-19, arguye que estas medidas se toman para evitar la extranjerización de la compañía. Ojalá fuera así -dirían los acreedores, los productores y aún los bancos nacionales y la propia AFIP. Esta declaración de rechazo y temor a las empresas extranjeras no es oportuna ni inteligente, cuando el país necesita inversiones, que el capital argentino, perseguido, ordeñado, amenazado, insultado y consumido por el manoseo cambiario, tributario e inflacionario no aportará. Otra muestra de desconocimiento del mercado que ahuyenta la credibilidad.
El otro argumento –que insinúa Fernández pero que vocifera Cristina y ahora uno de sus brazos vengadores, la UIF- es que se habría producido una maniobra de lavado de dinero que –como le gusta a la dueña del Senado y socia mayoritaria del poder– incluye a Macri y sus funcionarios, los socios de la empresa, bancos locales e internacionales y la transnacional Glencore, en una vaga denuncia.
La columna no está en condiciones de opinar sobre la acusación en sí, pero si existieran causales, tampoco la intervención-expropiación serían una solución, al contrario, sería comprarse otro problema y varios litigios, como los casos ambientales de YPF. Otra vez, el Ejecutivo se cree más eficiente que la Justicia para resolver los delitos, como si exhibiera para ello pergaminos exitosos, y, en nombre de esa justicia en la que no cree, vuelve a atropellar la Constitución.
El lector se preguntará si todas estos impromptus ilegales e inconstitucionales pueden ser corregidas por los jueces y la Corte, apichonada con la amenaza de licuación con nueve miembros. Hay antecedentes para dudarlo. Probablemente no se revertirá. O sea, no funcionará la república, que es lo que el peronismo procura.
Sin embargo, sí funcionará el sistema por el que el estado (los contribuyentes) pierde todos los juicios, o para que las aberraciones de esta decisión súbita sirvan de excusa para llegar a arreglos extrajudiciales que los que negocian con el estado saben muñequear tan bien. Finalmente, un estado que desprecia la Constitución y la ley sólo puede aceptar y convocar a que participen de su economía a desprevenidos o ladrones.
Sarmiento, su ácido adversario, le escribía a Alberdi: “su Constitución es un monumento”. Pero este peronismo de hoy ama destruir los monumentos a pedradas.