La Argentina ha vivido una guerra civil, encuadrada en la ‘guerra civil mundial’

Resulta llamativo que entre las decenas de millares de páginas que se han escrito sobre los setenta se haya puesto una atención relativamente tan escasa sobre el papel del tercero externo.

El 27 de enero de 1965, cuando Francia aún se estremecía por el drama de Argelia y el presidente, general De Gaulle, venía de sortear varios atentados contra su vida, el dramaturgo Henry de Montherlant estrenaba en Paris su obra La guerre civile.  Con el  telón aún bajo, del foso vacío de la orquesta se alzaba una vehemente voz femenina:


“Yo soy la guerra civil / y tengo los bolsillos llenos de ver a estos tontos mirarse a la cara sobre dos líneas como si se tratase de sus estúpidas guerras nacionales. / Yo no soy la guerra de los bosques y los campos; yo soy la guerra de la plaza salvaje, la guerra de las cárceles y de las calles, aquélla del vecino contra el vecino, del rival contra el rival, del amigo contra el amigo./ Yo soy la guerra civil, yo soy la buena guerra, aquella en que se sabe porqué se mata y a quién se mata: el lobo devora al cordero, pero no lo odia; mientras que el lobo odia al lobo./ Yo regenero y retemplo a un pueblo; hay pueblos que desaparecieron en sus guerras nacionales; pero no los hay que hayan desaparecido en una guerra civil./ Yo despierto a los hombres más distraídos de sus vidas aturdidas y ovejunas; su pensamiento adormecido se aviva en un punto, luego se aviva sobre todos los otros como un fuego que avanza./  o soy el fuego que avanza y que quema, y que quemando aclara./ Yo soy la guerra civil. Yo soy la guerra civil.. Yo soy la buena guerra.” 

Es con esta guerra con la que se encontraron los militares argentinos, y el conjunto de las fuerzas coactivas del Estado Nacional, desde comienzos de la década de los ’70.  Podemos conceder que el texto de Montherlant alcance más profundidad dramática que precisión histórica en la descripción del conflicto pero hay algo que queda en pié de sus versos: se trata de una guerra de otra naturaleza que la que los hombres a  lo largo del tiempo hemos calificado como tal.  Y, como veremos,  esa diversa naturaleza la coloca en una relación básicamente distinta con el Derecho.

Se ha hecho notar más de una vez que las guerras civiles han sido las más crueles y sanguinarias entre los millares de conflictos armados en que se han enfrentado grupos humanos organizados en etapas similares de la historia de los pueblos.  La Guerra de Secesión norteamericana, por ejemplo, ha emergido como la más dura entre los múltiples conflictos que asolaron al mundo durante la segunda mitad del siglo XIX.  Las guerras civiles rusa y española ostentan similares “galardones” durante la centuria siguiente.

Pero, entendámonos: qué es la guerra civil? Pier Paolo Portinaro la define como “una ruptura violenta del equilibrio político en la que se contraponen dos sistemas de obligaciones y de legitimidad en un conflicto armado duradero”. Tanto este autor como el alemán Roman Schnurr analizan las posibles fases de tal conflicto, desde sus prodromos hasta su conclusión jurídico-política, y aluden a un tema no menor, el papel de un eventual “tercero” externo, sea en su desencadenamiento, en su despliegue o en su desenlace.  Ahora bien:  resulta llamativo que entre las decenas de millares de páginas que se han escrito sobre la década sangrienta de la Argentina,  se haya puesto una atención relativamente tan escasa sobre el papel del tercero.  Y, sin embargo, los ’70 en nuestro país son ininteligibles por causas puramente endógenas. Vivimos una guerra civil –quizás detenida, quizás “bloqueada’ por el mismo putsch de 1976, según me permito sugerir- claramente encuadrada en la “guerra civil mundial” que se libró de 1945 a 1990.  Y hubo un actor insoslayable en su motorización, sin el cual hubiese resultado imposible que llegara al nivel estratégico que alcanzó: “fue Cuba”, para decirlo con las palabras de Juan Bautista Yofre. 

Ahora bien: cuando una guerra civil es desatada por un sujeto revolucionario encaminado a la conquista del Estado para aplicar sobre y desde él su utopía mesiánica, las limitaciones con las que el hombre a lo largo de la historia ha intentado domesticar la guerra pierden significado. Por qué limitarse ante un enemigo que es, por definición “parásito”, “corruptor” o  “explotador”, en todo caso un criminal.  La respuesta a esta pregunta la sintieron en su piel los realistas y los católicos franceses, los burgueses y kulaks rusos, los judíos del III Reich. ¿Por qué tolerar las barreras secularmente impuestas por el Estado al conflicto cuando la Edad de Oro está a la vuelta de la esquina, “en la punta de nuestras bayonetas”, como proclamaba el jacobino Anacharsis Clootz o “en la punta del fusil”, como actualizaba Mao y repetían las  organizaciones insurreccionales locales?

En esta perspectiva quienes desencadenan la guerra civil no se sienten ligados por los frenos tradicionales o convencionales al conflicto armado, aunque en ocasiones, paradojalmente, reclamen en el ámbito internacional el status de beligerantes para proteger su propia situación.

Entre nosotros, la primera reacción del Estado frente al desafío no llegó a hacerse cargo de la novedad del mismo.  El gobierno de Lanusse creó un fuero especial para juzgar los delitos de índole “subversiva”. Algunos de los jueces fue asesinado, mientras que los condenados judicialmente fueron liberados por sus compañeros militantes en la noche del 25 de mayo de 1973 antes de  que la Cámara de Diputados llegase a votar la amnistía propuesta en su favor.  Mientras tanto Perón, desde Madrid,  confiaba en domeñar la revuelta con efectivos policiales guiados por hombres de su confianza. Y si ello no bastaba, decía, habría que recurrir al Somatén, un cuerpo armado de naturaleza civil originado en Cataluña y extendido luego al resto de España.  Sabemos lo que resultó: la Triple A. En las matanzas recíprocas entre sus miembros y los revolucionarios marxistas-leninistas se evaporaba la realidad del Estado que es, conceptual e históricamente, la antítesis de la guerra civil.

Nuevas luces

Un libro electrónico que se publica por estos días arroja nuevas luces sobre esta etapa trágica de nuestra vida en común.  Se llama La Nación dividida. Argentina después de la violencia de los 70, y es la obra de un puñado de civiles y militares, todos ellos de señalado nivel profesional, que intentan esclarecer, sine ira et studio,  una serie de facetas poco estudiadas de aquélla así como muchos de sus efectos, sobre todo jurídicos, aun irresueltos. Los compiladores del mismo son Alberto Crinigan, Guillermo Palombo y Santiago Sinópoli, y los temas sobre los que una y otra vez vuelve la obra, observados desde distintas perspectivas, tienen que ver básicamente con los posibles modelos de restablecimiento de la concordia cívica .  Lo que mueve a los autores –historiadores, juristas, soldados-  es recuperar el camino hacia la “unión nacional” y la “paz interior” proclamadas en el preámbulo de nuestra Constitución.   

Creemos que las líneas finales del Prólogo definen cabalmente el objetivo de la obra y demuestran la conveniencia de su lectura a todos aquéllos cuyo sentido de pertenencia a la Nación no se ha enmohecido.. Tal objetivo es, según los autores:

“Proporcionar información comprobable, mucha de ella oculta en las fojas de frondosos expedientes judiciales, y por ende no conocida por el público –frente a la cual muchas veces se ha guardado un estudiado silencio–; ofrecer enfoques jurídicos sólidos que se contradicen en muchos puntos y dejan sin fundamento razonable a conocida interpretación jurisprudencial vigente –y que a veces se ha manifestado con suma claridad en voto disidente en nuestro más Alto Tribunal, pero cuidadosamente escamoteado por 7 divulgadores y comentaristas– es nuestro propósito, sin encono ni parcialidad…”

Todo avance hacia tal objetivo constituiría un triunfo de la racionalidad sobre el rencor y, a través de él, un apuntalamiento de los conmovidos cimientos de nuestra comunidad de destino.