La Selección dio señales de vida justo a tiempo y se instaló en los octavos de final
La Argentina venció ajustadamente 2-1 a Nigeria con goles de Lionel Messi y Marcos Rojo. El equipo de Jorge Sampaoli mostró el amor propio que no había tenido en sus anteriores partidos y se ganó el derecho a seguir soñando con un futuro mejor en el Mundial.
Se arroja Lionel Messi a los pies de Brian Idowu. El capitán argentino logra empujar la pelota al lateral. Sangra la ceja izquierda de Javier Mascherano. Pero el Jefecito no afloja ni se queja. Juega Ever Banega. Corre sin descanso Enzo Pérez por la derecha. Lo imita por el otro costado Nicolás Tagliafico, desdoblándose en la marca y animándose a atacar. Sale el pase bárbaro, preciso, letal de Banega para que La Pulga baje el balón con maestría y defina con un derechazo cruzado ante la salida de Francis Uzoho. Pasa el sofocón del penal anotado por Victor Moses. Llueve el centro que encuentra lanzado hacia adelante a Marcos Rojo para clavar el gol necesario en el momento más indicado. ¡Ganó la Argentina! Explotan las tribunas en San Petersburgo, teñidas de celeste y blanco. Gritan los jugadores. Lloran. Se abrazan. El delirio dice presente. La Selección se instaló en los octavos de final con un apretado y sufrido triunfo por 2-1 sobre Nigeria. El equipo apareció cuando más se lo necesitaba, cuando más se dudaba de él. Cuando el fracaso se hacía palpable, surgió ese amor propio que parecía extinguido y propició el milagro. Rusia 2018 le extendió el crédito al equipo de Jorge Sampaoli.
Después de la opaca producción contra Islandia y la decepcionante tarea en la derrota a manos de Croacia, el Seleccionado debía dar señales de vida. Se había entregado mansamente contra los balcánicos. Había renunciado a creer. Había transformado el paso por la Copa del Mundo en un tortuoso universo de rumores, especulaciones, presuntas insurrecciones con la consecuente defenestración del técnico. El panorama no podía ser peor. Porque los albicelestes estaban en el peor de los escenarios. Pero, contra las cuerdas, el equipo apareció. Como no lo había hecho hasta ahora. Como hacía mucho que no lo hacía. Justo a tiempo.
Desde que la pelota comenzó a recorrer el césped del Zenit Arena se notó que las huestes de Sampa no eran las mismas que en sus anteriores presentaciones. Si que, por supuesto, seguían siendo las huestes de Sampa. Si es que el consenso entre referentes el plantel y el entrenador había llegado, por fin, para borrar una historia que estaba siendo escrita con faltas de ortografía y fea letra. En términos futboleros: con improvisación pura en lo táctico y lo estratégico y con poco compromiso por parte de los jugadores. Se percibió con nitidez que la Selección era otra, quizás la que debió haber sido siempre, la que tenía que aparecer tarde o temprano.
El 4-4-2 clásico, con poca o nula relación con el ideario de Sampaoli y tal vez más cercano a las expectativas del plantel, arrojó una actuación más fluida, más compacta, sin los puntos oscuros que se hicieron evidentes contra islandeses y croatas. Messi era otro Messi. Mejor dicho: el Messi que se espera que sea siempre. El que está enchufado, el que no cae en el desaliento cuando el trámite se complica. El que pide la pelota. El que la recibe sin tener que bajar más de la cuenta. El que encuentra en sus compañeros verdaderos socios y no meros espectadores de sus esfuerzos. Porque esta vez todos se mostraron para que La Pulga no se sintiera sola ni perdiera rápidamente las esperanzas.
Fue clave Banega, sí, el Banega que en tantas ocasiones aportó poco y nada con un andar poco comprometido e intrascendente, tomó la pelota, la buscó, la manejó con criterio. Se hizo dueño del equipo y manejó los tiempos. Lo secundó muy bien Pérez, quien hasta lucía más joven y menos desgastado físicamente de lo que se lo vio a lo largo del año en River. Mascherano impuso presencia y colaboró para que no se perdiera el orden. Atrás, Rojo recobró en un abrir y cerrar de ojos el ritmo que había perdido por su larga inactividad. Ni se notó que en Manchester United casi no entró en acción. Nicolás Otamendi estaba vez lucía firme. Hasta Gonzalo Higuaín estaba dispuesto para pelearse con los defensores rivales aunque no le quedara una para definir. Argentina estaba afrontando el partido como su historia se lo reclama. Y, fundamentalmente, como se le puede exigir a un grupo de estrellas del fútbol mundial que no brillan con el fulgor esperado con la frecuencia que podría reclamárseles y que, aunque resulte penoso, parezcan esperar a que el cielo se presente fatalmente negro para hacerlo aflorar.
Sea como fuere, el equipo decidió ser artífice de su propio destino. Abrió la cuenta con ese gol de Messi que resultaba tan necesario para la Selección como para el capitán, quien había descendido a los infiernos por culpa de esa exasperante jornada contra Croacia. Sufrió cuando el árbitro Cuneyt Çakır cobró un insólito penal que Moses transformó en injustificado empate ubicando la pelota en la punta opuesta al vuelo de Franco Armani.
El 1-1 desdibujó a los albicelestes. El nerviosismo surgió y el suspenso creció con una rudeza implacable. El empate auguraba un fracaso doloso. Con ese marcador se clasificaba Nigeria, porque Islandia no podía con Croacia. A esa altura en realidad ya no interesaba lo que pasaba en el otro duelo del Grupo D. El problema era lo que le pasaba a la Argentina.
Los de Sampaoli iban al frente. Se descuidaban atrás. Arriesgó el técnico con los cambios. Entraron Cristian Pavón por Pérez, Maximiliano Meza por un Angel Di María que ponía ganas pero que no terminaba bien ninguna jugada y Sergio Agüero por Tagliafico. Se quemaba el rancho. Adiós a la línea de cuatro. Tres en el fondo y todos adelante. A matar o morir. A perseguir la hazaña o a un hundirse en la decepción. Y en esa decisión de buscar el arco rival, Rojo apareció como un 9 hecho y derecho y depositó la pelota en el arco nigeriano. Al partido le quedaban cuatro minutos y los albicelestes acababan de encontrarse con el gol de la salvación.
Un rato antes, Armani le había negado el desequilibrio en el resultado a Odion Ighalo. En la segura intervención del arquero, la Selección halló alivio y salió nuevamente al ataque. Rojo concretó una de esas escaramuzas ofensivas y la fiesta empezó a ser palpable.
Llegó el silbato final del árbitro y llegó el tiempo de los festejos, de las lágrimas, de los abrazos, de las frases en voz baja que se pronunciaban entre ellos los referentes de un equipo que se vio perdido y sacó a relucir ese amor propio que tenía ridículamente oculto cuando era más necesario. Y entonces Rusia 2018 todavía le da a la Selección la posibilidad de seguir soñando en grande. La espera Francia en los octavos de final. Ese es el futuro, el que todavía sigue teniendo una Selección que reaccionó a tiempo de evitar un papelón indisimulable.
LA SINTESIS
Argentina 2 – Nigeria 1
Argentina: 12 Franco Armani; 2 Gabriel Mercado, 17 Nicolás Otamendi, 16 Marcos Rojos, 3 Nicolás Tagliafico; 15 Enzo Pérez, 14 Javier Mascherano, 7 Ever Banega, 11 Angel Di María; 10 Lionel Messi, 9 Gonzalo Higuaín. DT: Jorge Sampaoli.
Nigeria: 23 Francis Uzoho; 6 Leon Balogun, 5 William Troost-Ekong, 22 Kenneth Omeruo; 8 Oghenekaro Etebo, 10 John Obi Mikel; 11 Victor Moses, 4 Wilfred Ndidi, 2 Brian Idowu; 7 Ahmed Musa, 14 Kelechi Iheanacho. DT: Gernot Rohr.
Incidencias: Primer tiempo: 14m Gol de Messi (A). Segundo tiempo: Odion Ighalo por Iheanacho (N); 6m Gol de Moses (N), de penal; 16m Cristian Pavón por Pérez (A); 27m Maximiliano Meza por Di María (A); 35m Sergio Agüero por Tagliafico (A); 41m Gol de Rojo (A); 45m Alex Iwobi por Omeruo (N); 47m Simeon Nwankwo por Musa (N).
Amonestados: Mascherano, Banega y Messi (A); Balogun y Mikel (N).
Estadio: Zenit Arena (San Petersburgo). Arbitro: Cuneyt Çakır, de Turquía.