Hace un par de semanas, Viktor Orban y su partido Fidesz consiguieron bancas suficientes en el parlamento húngaro como para reformar la constitución del país. Para los progresistas de todo el Occidente ésta fue una noticia inquietante. Porque la bte noire de la campaña de Orban fue el ultragobalista George Soros. Y Orban se comprometió a impedir cualquier nueva cesión de la soberanía y la independencia de Hungría en aras de la Unión Europea, y a rechazar cualquier invasión de Hungría por parte de inmigrantes de Africa o el mundo islámico. ¿Por qué los autócratas como Orbán están en ascenso en Europa mientras declinan los demócratas liberales?
Los autócratas se hacen cargo del temor primario y existencial de los pueblos de todo el Occdidente: la muerte de las tribus únicas y distintas en las que nacieron y a las que pertenecen. Los liberales y progresistas modernos consideran que las naciones son cosas transitorias, que hoy están y mañana no están. Los autócratas, por el contrario, han conectado con las corrientes más vigorosas de este nuevo siglo: el tribalismo y el nacionalismo. Los feligreses de la democracia en Occidente no pueden competir con los autoritarios en cuanto a hacer frente a la crisis de nuestro tiempo porque no advierten que lo que ocurre en Occidente es una crisis. Creen que marchamos firmemente hacia un nuevo mundo feliz, en el que la democracia, la diversidad y la igualdad serán universalmente celebradas.
COMO NOS VEN
Para comprender el ascenso de Orban es preciso que empecemos a ver a Europa y a nosotros mismos tal como muchos de esos pueblos nos ven.
Hungría tiene ya un milenio de antigüedad. Su pueblo posee un ADN absolutamente suyo. Pertenecen a una nación única e históricamente reconocida con 10 millones de personas que poseen su propia lengua, religión, historia, héroes, cultura e identidad. Aunque conforman una nación pequeña, dos tercios de cuyo territorio le fueron arrebatados tras la primera guerra, los húngaros quieren seguir siendo como son. No quieren fronteras abiertas. No quieren migraciones masivas que conviertan a Hungría en otra cosa. No quieren convertirse en una minoría dentro de su propia tierra. Y se han valido de los recursos de la democracia para elegir hombres autócratas cuya prioridad será la nación húngara.
Las élites estadounidenses pueden seguir parloteando acerca de la diversidad, acerca de cuánto mejor va a estar nuestro país en 2042, cuando los cristianos blancos de origen europeo sean simplemente una minoría más, y nos hayamos convertido en un suntuoso mosaico de cuanta raza, tribu, credo y cultura existe sobre la tierra.
Para los húngaros, un futuro semejante supone la muerte de la nación. Para los húngaros, el hecho de que millones de africanos, árabes e islámicos se asienten en sus tierras significa la aniquilación de la nación histórica que aman, la nación cuya razón de ser fue la preservación del pueblo húngaro.
El presidente de Francia Emmanuel Macron dice que las elecciones en Hungría y en otras naciones de Europa donde los autócratas han hecho progresos son manifestaciones de "egoísmo nacional". Bueno, tiene razón: la supervivencia de la nación puede ser considerada como egoísmo nacional. Pero esperemos a que monsieur Macron permita la entrada de otros cinco millones de ex súbditos del imperio francés, y entonces va a descubrir que la magnanimidad y el altruismo de los franceses tienen sus límites, y que una Le Pen lo va a reemplazar muy pronto en el Palacio del Elíseo.
Tengamos en cuenta qué otras cosas "la democracia más vieja del mundo" ha tenido últimamente para ofrecer a los pueblos originarios de Europa que se resisten a una invasión de colonos del Tercer Mundo llegados para ocupar y repoblar sus tierras.
La democracia estadounidense se jacta de una libertad de expresión y de prensa, consagrada en la Primera Enmienda, que protege la blasfemia, la pornografía, el lenguaje soez y la quema de la bandera estadounidense. Apoyamos que se garantice el derecho de las mujeres a abortar sus hijos y el de los homosexuales a casarse. Ofrecemos al mundo una libertad de culto que prohíbe la enseñanza del credo bajo el cual nacimos y de su código moral en nuestras escuelas públicas. Nuestras élites creen ver en esto un progreso social que nos eleva de un pasado de oscuridad.
Para buena parte del mundo, sin embargo, los Estados Unidos se han convertido en la sociedad más secularizada y decadente del planeta, y la etiqueta que el ayatolá nos estampó -el Gran Satán- no es del todo inmerecida.
Y si lo que nuestra democracia nos ha entregado aquí sólo ha servido para que decenas de millones de norteamericanos sean rechazados en su propia tierra y condenados al aislamiento social, ¿por qué otras naciones estarían dispuestas a abrazar un sistema que ha generado una política tan ponzoñosa y una cultura tan contaminada?
""El nacionalismo y el autoritarismo están en marcha"", escribe el Washington Post. "La democracia es un ideal, y en la práctica parece bajo asedio". Esto es cierto, y hay razones para que así sea.
"Nuestra Constitución fue concebida sólo para un pueblo moral y religioso", dijo John Adams. Y como hemos dejado de ser un pueblo moral y religioso, el poeta T.S. Eliot nos advirtió lo que iba a ocurrir: "El término democracia carece de contenido positivo suficiente como para resistir por sí solo esas fuerzas que a uno no le gustan: puede ser fácilmente transformado por ellas. Si uno prefiere no tener Dios (y se trata de un Dios muy celoso), deberá presentar sus respetos a Hitler y Stalin". Recordemos: Hitler llegó al poder mediante una elección democrática.
* Ex asesor de los presidentes Richard Nixon, Gerald Ford y Ronald Reagan, aspirante a la presidencia de los Estados Unidos en 1992 y 1996.