El Gauchito Gil
La persistencia del relato mítico delata conflictos no resueltos en la sociedad argentina. Impacta con fuerza en la conciencia de vastos sectores de la población el paradigma martinfierrista.
Más de 200.000 personas acuden todos los años al santuario de Mercedes, en la provincia de Corrientes, para rendir su respeto al Gauchito Gil, ratificando la vigencia no solo de un culto popular también visible en los miles y miles de ofrendas que bordean las rutas nacionales sino de un relato mítico cuya persistencia denuncia conflictos no resueltos en la sociedad argentina.
La vida de Antonio Mamerto Gil traza una parábola conocida, con un movimiento de ida y vuelta, que tiene un antecedente ficticio, pero considerado paradigma de muchos casos reales, en el gaucho Martín Fierro, y otro histórico y documentado en el gaucho Juan Moreira. Por alguna razón, esa parábola impacta con fuerza en la conciencia de vastos sectores de la población.
Los tres fueron habitantes, ideales o reales, del siglo XIX; sus historias se proyectaron de uno u otro modo en el siglo XX, y en los comienzos del siglo XXI perviven en la figura del Gauchito Gil. Son historias trágicas que hablan de exclusión forzada, crimen, marginalidad y sumisión o muerte, en las que el sacrificio de sus héroes interpela y pone en cuestión a todo nuestro orden social.
Las tres historias se asientan en un tipo social real y concreto: el habitante de la campaña, el criollo o hijo del país, individualista y corajudo, que después de haber puesto el cuerpo en las luchas de la independencia y de la organización nacional, encuentra que en la sociedad que ayudó a forjar sólo le cabe obedecer: como soldado de línea, como peón, o como votante.
Pero las tres se funden en un relato mítico, no sólo por su estructura virtualmente idéntica, sino porque ese relato, ahora encarnado en la figura del Gauchito Gil, continúa encontrando una respuesta emocional muy poderosa en la sociedad, continúa emitiendo significados, cuando ya el tipo social y la circunstancia histórica parecen haber quedado largamente atrás en el tiempo.
CONTEMPORANEOS
Sorprende la contemporaneidad de las historias: la primera parte de Martín Fierro se publica en 1872, Moreira muere en 1874, Gil en 1878, y en 1879 aparece la segunda parte del poema de Hernández.
El relato mítico comienza, como muchos otros, "con una edad de oro: era una delicia ver / cómo pasaba los días", cuenta Hernández. Eduardo Gutiérrez dice que Moreira era un hombre trabajador y respetado del partido de Matanzas, donde tenía su casa y su pequeño rebaño. De Antonio Gil se dice que era peón rural en Mercedes, donde trabajaba junto a su padre.
Luego sobreviene la caída. El poder civil o militar (el gobierno o la autoridá) lo arranca de esa vida pacífica por algún motivo espurio, que puede ser político si el gaucho votó por el partido equivocado, o económico, si posee tierras o ganado que despierten apetencias, o de faldas, si su mujer es codiciada por el juez de paz o el comandante. El gaucho no tiene defensa contra la arbitrariedad.
Fierro es enviado a luchar contra el indio por una venganza política, escapa del mal trato al cabo de tres años, y vuelve como desertor para encontrar que nada queda de su rancho ni de su familia. Una rivalidad amorosa empuja al comandante a hostigar a Moreira hasta que éste lo mata, y se desgracia. Algo parecido le ocurre al sargento Cruz, el amigo de Fierro.
Gil tiene amores con una estanciera viuda (tal vez su patrona), lo que despierta la hostilidad de sus hermanos y los celos del comandante. El gaucho opta por evitar el conflicto y se ofrece para ir a pelear en la guerra del Paraguay. Cuando vuelve, lo enrolan por la fuerza para luchar en las guerras civiles correntinas, pero se niega y entonces lo persiguen por desertor.
Fierro, Moreira y Gil quedan así fuera de la ley, se convierten en gauchos malos, en matreros. En un desplazamiento que subraya su exclusión, su marginalidad, Fierro y el sargento Cruz buscan refugio en las tolderías: "hasta los indios no alcanza / la facultá del Gobierno". Moreira también se aloja en los toldos de Simón Coliqueo, pero sólo para buscar resuello.
Gil, por su parte, se asocia con otros dos desertores de las contiendas civiles, y se dedica según la leyenda a cuatrerear para asegurar su existencia, pero también para asistir con el producto de sus robos a otros gauchos como él, lo que acrecienta su fama y le asegura el apoyo de los pobladores cada vez que la justicia le anda cerca.
MOMENTO DECISIVO
Edad de oro, caída, marginación. Llega el cuarto momento del relato mítico, el momento definitivo. Moreira y Gil son alcanzados por las partidas policiales que los persiguen. Moreira muere peleando, atravesado por la bayoneta del sargento Chirino. Gil es capturado y degollado, pese a sus protestas de que el indulto por su condición de desertor ya había sido emitido.
Pero este cuarto momento tiene varias bifurcaciones, como si el relato mítico estuviera todavía en gestación e indeciso sobre su rumbo. Los dos personajes reales mueren, y en esto el relato afirma que si bien puede haber una ida, la vuelta de la marginación no es posible y que el destino del gaucho es la desaparición.
Cinco años después de la muerte de Moreira y uno después de la de Gil aparece la Vuelta de Martín Fierro. El héroe literario regresa. pero con un manual de supervivencia bajo el brazo. Hernández parece convencido de que en el país que viene no hay lugar para el gaucho, ese individuo orgulloso, independiente, corajudo y sabio a pesar de su escasa ilustración.
En plan de auxilio, la segunda parte del poema contiene dos series de consejos para acomodarse a los nuevos tiempos, unos cínicos, puestos en boca del viejo Vizcacha (Hacete amigo del juez.), y otros políticamente correctos, enunciados por el propio Fierro (Debe trabajar el hombre.). El cantor garantiza su eficacia: "no se ha de llover el rancho / en donde este libro esté".
A diferencia de lo ocurrido con Moreira y Gil, el final de la historia ficticia es abierto: Fierro, sus hijos, y el hijo del sargento Cruz se dispersan a los cuatro vientos. Pero incluso entre las historias reales hay diferencias significativas en este cuarto momento.
Por un lado tenemos la muerte estéril de Moreira, que va a su encuentro enceguecido por la obsesión de vengar las afrentas sufridas por su esposa. Pero ni eso consigue, y su caída final se agota en sí misma, en un gesto de clausura, de impotencia, de aniquilación sin consecuencias a manos de la justicia (el gobierno, las instituciones).
Gil, en cambio, no busca la muerte. Sus correrías tienen más un afán de justicia y solidaridad que de venganza. El relato popular dice que Gil roba para los pobres, cura con sus misteriosos poderes, y, en el instante supremo, salva la vida del hijo de su verdugo. No hay rencor, sino cumplimiento de un destino.
"La sangre inocente suele servir para hacer milagros", le advierte Gil al jefe de policía (el gobierno, la autoridad) que lo va a ejecutar. Tal vez Gil se refería a la sanación del niño, tal vez a otro milagro mayor: a que el sacrificio gaucho sirviera para que algún día las instituciones del país fueran el amparo y contención del hijo del país, y no sus perseguidoras.
Estas tres historias, una ficticia y dos reales, ganaron inmensa popularidad. El Martín Fierro fue un fenómeno literario: los pulperos se surtían de ejemplares como de yerba y ginebra. El Moreira un fenómeno escénico: los Podestá inauguraron el teatro nacional representando su historia con pantominas en la arena del circo, tan conocida era por el público.
Esos eran los medios de comunicación de la época. Pero ahora los medios construyen e instalan realidades ficticias. Y la historia del Gauchito Gil debió fluir por los ríos profundos e insospechados que corren por las entrañas de nuestra sociedad, para sorprendernos un día como esos miles de ofrendas de flameantes cintas rojas que bordean los caminos del país.
Son como otras tantas señales de alerta que nos deben hacer pensar por qué en pleno siglo XXI, este relato de injusticia, marginación y muerte mantiene tan inesperada vitalidad; en otras palabras, por qué tantos y tantos argentinos se sienten maltratados, discriminados, expulsados en su propio país como los gauchos del siglo XIX.
Y por qué la expresión de ese conflicto, que uno supone perteneciente más bien al orden de lo social o de lo político, ha buscado refugio en un ámbito tan íntimo, tan resguardado, tan irreductible, como el de la fe. Tal vez sea la Argentina invisible de Mallea, tal vez el subsuelo de la patria de Scalabrini Ortiz. Tal vez sea otra cosa. Pero allí está.