Una farsa en busca de convertirse en tragedia
Por ahora todo puede verse como una farsa. Una diputada implorando lástima en muletas. Leopoldo Moreau denunciando la "militarización'' de un Congreso "sitiado''. La izquierda trotskysta hablando en nombre del pueblo. Los canales de noticias con su cobertura bélica y parcial, siempre inclinada del lado de los revoltosos. La épica del movilero: gases lacrimógenos, toses y despúes el silencio del micrófono.
Sin embargo, la farsa quiere convertirse en tragedia. La izquierda, el kirchnerismo, los populistas inagotables tanto machacan con la idea de que vivimos bajo una dictadura, que hacen todo lo posible para que el relato sustituya a la realidad, y de a poco lo van logrando. Además, no están solos.
Como si respetara un guión invisible, el gobierno colabora con su parte. Después de muchos rodeos por fin se decidió a tocar un poco el gasto público y empezó por los jubilados. Nada menos. Pero no se animó a pronunciar la palabra maldita: es un ajuste que no ajusta. Siguiendo el libreto del duranbarbismo no explica, no argumenta, no discute. Cedió espacio a los demagogos, les dejó el papel más fácil. Y al final, "blindó'' el Congreso. Ni el setentista más nostálgico podría haber imaginado una situación mejor.
Pero tal vez el error empezó antes. No en la campaña electoral de octubre de 2017, en la que Cambiemos no anunció los cambios que se proponía aplicar. Sino más atrás, en agosto de 2015, cuando fue por primera vez a las urnas sin mostrar su identidad, culposo y con pánico a que lo tacharan de "neoliberal''. El dilema de aquella vez fue: si decimos la verdad, no ganamos. Por lo tanto, para ganar no hay que ir contra la corriente populista que prefiere la mayoría. Debutaba así el "kirchnerismo de buenos modales''.
Las consecuencias de esa decisión, astuta para ganar elecciones pero insuficiente para gobernar, el oficialismo las padece hoy en las calles. Y ya no puede volver atrás. Pero ciertas enseñanzas no tienen plazos. Por ejemplo, que tal vez no haya sido tan acertado disimular las propias ideas, camuflarlas con las del resto y después querer vender gato por liebre. Hay momentos en los que conviene arriesgarse a perder una elección a cambio de ganar legitimidad para, cuando las simpatías se modifiquen, gobernar con la solidez de un mandato electoral. Algún día, también, será hora de recuperar la figura del gobernante como estadista que no sólo tuitea y obedece focus groups, sino que hace docencia y se anima a enfrentarse a las veleidades de la opinión pública, y la opinión publicada.
Los dislates y las chicanas y la "brutal represión'' de ayer todavía mueven a risa. Roguemos para que, pese al guión, los delirios de los violentos no se trasladen a la realidad y nos dejen a todos entre lágrimas.