Retrato de un conquistador del desierto

LA VIDA DEL TENIENTE CORONEL TEOFILO FERNANDEZ CONDENSA EL HEROISMO DE QUIENES COMBATIERON AL INDIO EN LA GUERRA DE FRONTERA

POR SEBASTIAN SANCHEZ 

¿Qué nos pasó a nosotros, Josef, 
que nos legaron un tiempo sin destino 
que merezca un laurel, 
un puñal que no sale de su vaina 
y un día sin talones de castigar la tierra, 
o una estúpida noche de soldados vacantes? 

 Leopoldo Marechal, "Didáctica de la Patria" 


La fotografía ha pasado largamente los cien años y es un típico retrato de estudio de fines del siglo XIX. El soldado fija su hierática mirada en un costado, sin afectación, con ojos que revelan cansancio y -tal vez- cierta tristeza. Frisa los cuarenta años pero aparenta más, quizás por las amplias entradas de su frente, por el gesto adusto o la barba entrecana terminada en punta, a lo francés. 

Viste el uniforme del Ejército Argentino y ostenta el grado de Teniente Coronel, distinguible en sus charreteras y en los puños de su chaquetilla. Está sentado -la espalda recta, las piernas cruzadas- y revela esbeltez y gallardía. Las manos nudosas y fuertes denuncian una vida trabajosa, pletórica en esfuerzos. En la foto no se advierte pero es de baja estatura, pues apenas supera el metro sesenta. En el pecho lleva una única medalla: la mención de plata por servicios distinguidos en la Conquista del Desierto.

El Tte. Cnel. Teófilo Fernández, de él hablamos, nació en Río Cuarto en 1860, en el seno de una familia patricia -cuando pertenecer al patriciado aún era signo de inextinguibles obligaciones- y forjada en las lides guerreras desde la Independencia. Siguiendo el designio familiar ingresó al Ejército en 1875, a los catorce años, como "soldado distinguido" del Batallón 10 de Infantería de Línea. Esa antigua unidad, hoy acantonada en la Provincia de Neuquén, fue uno de los puntales de la guerra de frontera en el sur de San Luis y Córdoba.

"CUESTION INDIGENA"

Para el argentino de hoy -cada día más desentendido de su pasado- la historia de la cuestión indígena suele quedar reducida a una versión ideológica sintetizada en el fácil expediente del "genocidio". A fuer de repetición, la falaz interpretación se ha instalado como una verdad dogmática.

Pero para nuestros antepasados, los argentinos del siglo XIX, este fue un problema real y concreto de enorme gravedad, presente desde la época hispánica y por mucho tiempo insoluble.

La "cuestión indígena", señalada principalmente por los ataques denominados "malones", estuvo casi siempre vinculada a nuestras complejas relaciones con Chile. Por caso vale recordar que el primer gran malón del siglo XIX fue dirigido en 1820 por el ex Director Supremo de Chile, José Miguel Carrera (el "príncipe de los caminos", según Neruda), quien junto a las fuerzas del cacique araucano Yanquetruz destruyó el fuerte de Salto y masacró a su población. 

Desde ese momento, y por varias décadas, la población argentina sufrió el constante embate de los malones, azuzados no pocas veces por los vaivenes de la política interna o externa. Pero la gran avanzada indígena se produjo con el arribo de Calfulcurá. Este cacique araucano, llegado de Chile en 1830, comenzó por dominar a los borogas y ranqueles, y no tardó en convertirse en una suerte de emperador de las pampas. Junto a otros capitanejos -como Catriel y Cachul- Calfulcurá asoló la frontera durante largo tiempo en San Luis, Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires. Las poblaciones fronterizas fueron blancos recurrentes de los ataques que no sólo provocaban centenares de muertos y robo de ganado, sino también miles de cautivos (que salvo honrosas excepciones son los grandes olvidados de la historia argentina). Triste destino el de esos niños y mujeres, sometidos las más de las veces a humillantes servicios.

Al promediar los años "30, y tras llevar a cabo su Campaña al Desierto, Juan Manuel de Rosas pactó una tregua con Calfulcurá, la llamada Paz de Pino, en un intento de convivencia con las parcialidades indígenas que sin embargo no tardó en romperse. En efecto, ese modus vivendi se quebró a partir de la Batalla de Caseros, que significó la derrota del federalismo y la consolidación del liberalismo. Sin la autoridad equilibrante de Rosas y con el descalabro de una política interior destinada al aniquilamiento de los caudillos, el problema indígena fue agravándose en forma exponencial.

La situación llegó al límite en 1875 con el "Malón Grande" liderado por Namuncurá -hijo de Calfulcurá- que asoló la frontera bonaerense por varios meses al frente de unos 3.500 "indios de lanza". Solamente en Azul, Namuncurá dejó 400 muertos, 500 cautivos y un total de 300.000 vacunos robados. A partir de ese momento, con Alsina como Ministro de Guerra y, tras su muerte, con su sucesor Julio Argentino Roca, se decidió avanzar en una solución definitiva respecto de la cuestión indígena. 

SOLDADO EN GUERRA 

En el año del "Malón Grande" el jovencito llamado Teófilo Fernández ingresó al Ejército Argentino. Para él, como para todos los que vivían en la frontera, los ataques indígenas representaban un problema muy real pues, como decía una antigua canción riocuartense: 

"El cauce trae tu nombre
Oh! Villa de la Concepción
Del Río Cuarto, nacida 
Para combatir al malón".
 

Es que para el hombre de frontera hacer la guerra al indígena era -literalmente- defender el hogar y la familia.

Lo cierto es que en poco más de un año Teófilo ascendió a Subteniente por sus méritos en el servicio y en 1878 fue destinado a las expediciones preparatorias de la Gran Conquista bajo las órdenes del Gral. Eduardo Racedo. 

El joven oficial recibió su bautismo de fuego cuando, al mando de una Compañía de Cazadores, participó de la comisión que persiguió al temible cacique Baigorrita hasta Cochicó, sobre el Río Atuel. En esa oportunidad no se pudo apresarlo aunque sí tomar prisioneros a más de 300 de sus indios de lanza. Baigorrita, necesario es recordarlo, era hijo adoptivo de Manuel Baigorria, el coronel unitario y "cacique" ranquel, que lideró muchos malones hasta que, tras la caída de Rosas, se reincorporó al Ejército.

Para Teófilo y su pequeño grupo de soldados, seguirían días de fieros entreveros, largas y agobiantes marchas, hambre, frío, sed. Pero también la camaradería de los hermanos en armas, la generosidad del que poco posee, el heroísmo, la entrega y también la piedad con el adversario. Recordaría por siempre la Santa Misa que el cura salesiano cantaba bajo los luceros, en la helada alba de la estepa. 


Tras dos años de guerra fronteriza, Teófilo Fernández fue condecorado con la medalla al mérito militar y destinado a varios regimientos en Córdoba y Santa Fe. No obstante, no tardaría en volver al Patagonum Regio -el nombre antiguo que daban los españoles a la Patagonia- para pasar allí largos años de servicio, en Neuquén, cerca del Nahuel Huapi.

En 1891 fue trasladado a Buenos Aires, al Estado Mayor, y poco después fue designado intendente militar de Santa Catalina, actual ciudad de Lavallol.

Pero ya había llegado la "estúpida noche de soldados vacantes", como poéticamente afirma Marechal. El Ejército profesional concebido por Sarmiento se deslucía en los oficiales del "género cordones" y charreteras vistosas. Aquellos generales, que iban en busca de un ejército "moderno" y pugnaban por la "diplomacia desarmada" que denunciaba Estanislao Zeballos, entendían que ya "pacificado" el país bajo el progreso del liberalismo, y aniquilados los vestigios federales en el Interior, el nuevo Ejército carecía de conflictos en los cuales empeñar a los veteranos soldados de frontera. 

Decepcionado, dolido ante el inaceptable menosprecio de sus jefes, Teófilo Fernández pidió el retiro del Ejército y se marchó para siempre al Uruguay. 

EXILIO Y MUERTE 

Instalado con su familia en las afueras de Montevideo, con las penurias impuestas por una pensión exigua, vivió Teófilo los últimos años de una intensa vida. 

Apenas había cumplido los cuarenta y cuatro años y su salud se hallaba quebrantada. Las cabalgatas interminables, las heridas recibidas en los furiosos combates, el frío del eterno viento patagónico, todo había menguado las fuerzas del otrora vigoroso soldado. El 18 de octubre de 1904 partió al Cuartel Celeste, rodeado de los suyos, lejos de la Patria. 

Disculpará el lector la mudanza a la autorreferencial primera persona, pero no omitiré decir que el Teniente Coronel Teófilo Fernández es mi tatarabuelo materno. Supe de él por muchas anécdotas que, narradas una y otra vez por mi abuelo, hacían las delicias de mi fértil imaginación infantil.

Por ser el nieto primogénito, dedicado además al noble oficio de historiar, heredé del viejo soldado la medalla que luce en la foto y también su sable -esa pesada herramienta de guerra de acero Solingen del año 1893- que cada tanto desenvaino para pensar, nostalgioso, en lejanas heroicidades. Pero sobre todo he recibido en legado el orgullo impasible de provenir de un guerrero que, como tantos otros, entregó vida y empeños por esta Patria, casi siempre desagradecida con sus mejores hijos.