EN "ULTIMAS CONVERSACIONES", DE PETER SEEWALD, BENEDICTO XVI RESPONDE SOBRE LOS HITOS DE SU PONTIFICADO Y DE SU VIDA

Balance sugestivo de un papa emérito

La renuncia, los asuntos que más pesaron en su ánimo y las reflexiones acerca de quien lo sucedió se intercalan con anécdotas y recuerdos. El teólogo y profesor, último pontífice de una era, echa la vista atrás en un recuento con aroma a despedida.

La sorpresiva renuncia del papa Benedicto XVI a su ministerio, hace casi cuatro años, tuvo el efecto de un terremoto. Desde entonces la Iglesia quedó sumida en un tiempo de oscuridad. El ominoso contexto en que se produjo ese retiro, la insólita redefinición del papado que comporta -con un papa reinante y otro emérito- y el giro que adoptaron los hechos posteriores suscitan graves interrogantes, sin excluir por completo aún los de tono apocalíptico.

Sobre estos asuntos, que desvelan a no pocos católicos, habló el ahora papa emérito con el periodista alemán Peter Sewald, su interlocutor privilegiado desde la época en que era cardenal. El resultado es Ultimas conversaciones (Agape Libros, 312 páginas), un libro que recoge el diálogo que mantuvieron en el monasterio Matter Ecclesiae donde el papa emérito, recluido, cada vez más frágil, alejado de las miradas y dedicado a la oración, responde a más de seiscientas preguntas que van desde su infancia hasta el presente.

Ratzinger traza aquí un verdadero balance histórico, el primero -como dicen los editores- que hace un papa retirado sobre su pontificado y su vida. Aunque no hay grandes revelaciones, para quien esté dispuesto a leer entre líneas, ese balance incluye algunas expresiones sugestivas, otras sorprendentes y también, es cierto, otras que siembran un desconcierto adicional.

El libro-entrevista, dividido en tres partes, propone un recorrido circular: comienza con preguntas sobre la renuncia y los días tranquilos que Benedicto XVI vive hoy en el monasterio, luego viaja hacia atrás en el tiempo para revisar su historia, y concluye con una revisión de su pontificado. El mayor interés, claro, está centrado en la primera y en la última parte.

El papa emérito reitera que el declive de sus fuerzas físicas fue el único motivo de su dimisión, ante la perspectiva de no poder ya cumplir con todas las exigencias del cargo.

Confirma que la idea comenzó a madurarla en el otoño de 2012, a su regreso del famoso viaje a México y Cuba, que lo cansó mucho, y que llevó a su médico a desaconsejarle en adelante los viajes transatlánticos. Y al hablar sobre ese agotamiento, explica que las tareas de un pontífice son muchas, entre recepciones de jefes de Estado y obispos, decisiones que hay que tomar o prioridades que marcar.

Ahora, ¿es esa una razón suficiente para retirarse? La pregunta de Seewald es clave, y la respuesta, endeble. El pontífice emérito admite que su reflexión se presta a un equívoco funcionalista pero insiste: "aunque se diga que se pueden prescindir de muchas actividades, quedan todavía muchas cosas esenciales". Y añade que, para que la tarea pudiera desempeñarse bien, -"para mí", aclara- lo adecuado era dejar libre la sede pontificia.

Ratzinger no llega a confirmar la impresión de que su pontificado ya no avanzaba en forma adecuada, pero sí dice que en algún punto se dio cuenta de "que no podía dar ya mucho más". Y, aunque niega otra vez que haya sido víctima de presiones, chantajes o conspiraciones, algunas observaciones que deja caer al repasar sus actos de gobierno invitan a pensar en lo contrario.

Salta a la vista, por ejemplo, el peso insoportable que significó para él el caso de monseñor Richard Williamson, al que levantó la excomunión junto a otros tres obispos tradicionalistas y que le granjeó un acoso y unas presiones de las que ya no se libraría más. Seewald no indaga por qué, pero advierte bien que este fue un verdadero punto de inflexión de su pontificado.

Para apreciar hasta qué punto calaron hondo los reproches que mereció entonces por beneficiar a un obispo que había cuestionado la extensión del Holocausto judío, basta considerar el dramatismo de un papa que admite haberle pedido a Dios "que lo librara de aquello", aun sabiendo que "no lo dejaría caer".

Lo mismo ocurre con el documento mediante el cual facilitó el acceso a la misa tridentina en 2007. Allí admite Su Santidad que su "paso titubeante" se debió a las resistencias internas en la Iglesia, que atribuye al miedo a la restauración. Pero, de nuevo, es sugestivo el feroz debate que estalló después en torno a la oración del oficio del Viernes Santo, que pide por la conversión de los judíos. Al respecto, Ratzinger dice que el debate "fue orquestado en Alemania por teólogos no amigos". Y más adelante, incluso, irá más lejos: "determinadas personas en Alemania intentaron desde el principio derribarme".

La gravitación de esta polémica lo llevaría un año después a cambiar la oración.
Es evidente que estos dos asuntos fueron un "punto de no retorno" y que, a contramano de cuanto muchos suponen, no sintió de un modo tan personal la posterior campaña de denuncias de pedofilia en el clero ni el caso Vatileaks.

Aun así, la excepcionalidad de un papa socavado por complots, campañas mediáticas y ataques desde el exterior, ventilada por Seewald, antecede a la pregunta por las resistencias en la Curia. Ratzinger niega esto último. Y el periodista no indaga en lo primero. Tampoco repara en la curiosa disipación de esas intrigas en cuanto fue elegido Francisco, ni mucho menos se interroga por los silencios y ciertos gestos de este último.

EL PAPADO

Ratzinger asegura que meditó largamente la decisión de renunciar, pero no le supuso una lucha interior. Dice que está en paz con Dios y no se arrepiente. También niega que se haya bajado de la cruz, como se afirmó.
Pero su decisión de permanecer como papa emérito añade una nueva inquietud, por cuanto afecta al ministerio petrino.
Seewald lo confronta con el reproche de que secularizó el papado con su renuncia, y Ratzinger arguye en su defensa que un paso análogo ya se había dado con los obispos, que antes tampoco podían renunciar. Para explicarse, traza un paralelo con los padres biológicos, que se liberan en algún momento de la responsabilidad aunque siguen siendo padres. Si el papa "renuncia al ministerio -dice-, mantiene en un sentido interior la responsabilidad que asumió en su día, pero no la función".

El periodista no ahonda en el dilema de tener dos papas, ni en las dudas teológicas que eso supone. Tampoco aborda otros interrogantes que esta realidad plantea, y que se verán más adelante.

Lo cierto es que al capítulo sobre la renuncia le siguen varias páginas donde se habla de su sucesor. De suyo, todo este segmento es casi irrelevante. ¿Qué podía esperarse que dijera? Entre líneas, hay observaciones sugerentes. Por ejemplo, es evidente que toma cierta distancia -"estoy muy contento de que no se me suela consultar"- y que derriba de un soplido todo ese castillo de naipes que se armó en torno a las reformas en la estructura de la Iglesia, diciendo sumariamente que él no las vio necesarias.

Del mismo modo, no puede pasarse por alto la dura -y críptica- descalificación que le merece el teólogo Karl Rahner por su ambigüedad: "En sus textos, de forma alambicada, se sostenía un sí pero no, y por eso podían ser interpretados tanto en una como en otra dirección". Pero, en general, no puede tomarse este segmento más que como un ejercicio de diplomacia.

"Es un caballero", concluye el analista vaticano Marco Tosatti. Y lo es. Pero esa actitud condescendiente, que desestima rupturas y excentricidades, genera sospechas. Cuando de la lectura de la exhortación apostólica Evangelii gaudium y de las entrevistas que Francisco concede, extrae la conclusión de que se trata de una persona reflexiva, no se entiende si está bromeando o si está forzando su indulgencia. Sobre todo porque para noviembre de 2013 (que es cuando habla, porque dice estar leyendo la exhortación) las entrevistas de Francisco ya habían generado alarma y desconcierto.

¿Es la diplomacia, en una situación así, algo para exaltar en alguien que dice "mantener la responsabilidad que asumió en su día"? Ese es solo uno de los dilemas que plantea el silencio de un papa emérito, o -para decirlo sin rodeos- la mera existencia de un cargo semejante.

Apuntando a la excepcionalidad de la renuncia y de la elección que le siguió -una singularidad ante todo geográfica, para él-, Seewald se acerca al meollo de la cuestión al preguntarle si es Francisco el signo externo de un cambio de época. Y acto seguido se sumerge en la especulación sobre el fin de los tiempos al preguntarle por la profecía de San Malaquías, que predijo un final de la Iglesia con su pontificado. ¿Le preocupa ser el último papa, o el último de los papas en la forma conocida hasta ahora? Otra vez, la pregunta es mejor que la respuesta. Benedicto, razonablemente, desestima la lectura lineal de la profecía, si bien admite que todo puede ser. Y allí queda.

RECUERDOS

La parte central del libro, que trata desde su infancia y la guerra hasta su formación y desempeño como catedrático, obispo y prefecto de la Doctrina de la Fe, es igualmente interesante. Seewald, que trabajó en los semanarios Der Spiegel y Der Stern, así como en el dominical del diario Süddeutsche Zeitung, y cuyas anteriores conversaciones con Ratzinger fueron publicadas en tres libros -La sal de la tierra, Dios y el mundo y Luz del mundo- encaró sus entrevistas como material de base para una futura biografía, y en verdad ofrece mucho material para el análisis.

Este tramo arroja un poco de luz sobre la siempre extraña evolución de ese joven teólogo progresista que ayudó a modelar el Concilio Vaticano II y después cambiaría de actitud. También en este capítulo surge el rostro más personal de Ratzinger, su temprano amor por la liturgia, sus gustos en materia de arte y música, sus recuerdos de la vida diaria, sus rutinas para leer y escribir y su relación con importantes figuras intelectuales de la época, así como la calidez de su trato y su refinamiento.

Al leer las respuestas, casi es posible volver a escuchar la cadencia de sus palabras. Desgraciadamente, el cuestionario no deja mucho espacio para volver a saborear lo mejor del papa teólogo, ese profesor de apasionado trato con la palabra de Dios que encandilaba con sus homilías y discursos, capaces -como bien dice Seewald- de enfriar el entendimiento y enardecer los corazones, algo que se echa en falta en este presente tan prosaico.

A cambio, conmueve el drama de ese hombre de menguante fuerza física, que pocos sabían que había perdido la visión del ojo izquierdo, que tiene disminuida su capacidad auditiva, y que ve acercarse la hora en que deberá responder otro tipo de preguntas, las definitivas, las que le hará el buen Dios.