El escritor de "justiciero veneno"

En la "Historia de la Argentina", Ernesto Palacio ensayó un balance tan lúcido como arbitrario del pasado nacional. Nadie ha negado nunca el mérito de su prosa elegante y afilada.

Dentro del primer revisionismo, Ernesto Palacio fue el autor de más acendrada vocación política. También el más inclinado a la polémica y el dueño del estilo más elegante y dinámico que tanto convenía a los libros de síntesis histórica en los que se lució. No en vano César Tiempo lo llamó "maestro mayor de obras maestras" y Julio Irazusta dijo de él que era "el mejor dotado de todos los escritores de nuestra generación".

Palacio nació en 1900. Pertenecía a una familia de notables. Era nieto de un filósofo, hijo de un político y hermano de un recordado dibujante. Estudió Derecho y fue poeta, traductor y ensayista culto y aguerrido especializado en temas históricos y políticos. Colaboró en la revista Martin Fierro. De muy joven fue anarquista pero con el paso de los años viró al nacionalismo y retornó a la fe católica. Al igual que los hermanos Irazusta, estuvo entre los fundadores de La Nueva República (allí usaba el seudónimo de Héctor Castillo), y fue de los que en 1930 inspiraron con sus ideas el derrocamiento de Hipólito Yrigoyen, para caer en una rápida desilusión con el régimen de facto del general Uriburu.

El primer fruto literario de ese desencanto fue, dato curioso, una revisión de la figura de Catilina, el revolucionario romano que en el siglo I a. J.C. se alzó contra los poderes establecidos (ver aparte). Luego Palacio siguió ahondando en las consecuencias de la decepción del golpe de 1930 con La historia falsificada (1939), opúsculo que puede leerse como un programa de lo que debía ser el entonces incipiente revisionismo histórico argentino.

Palacio objetaba en esas páginas "la falsa idea de una historia dogmática y absoluta, cuyas conclusiones deben acatarse como cosa juzgada". Percibía una resistencia -"terrorismo de la ciencia oficial", lo llamaba- a todo "esfuerzo de originalidad interpretativa" o a una "nueva valoración de los personajes" del pasado. Veía, además, una persistencia de la visión liberal histórica que consideraba perimida en la década de 1930, cuando ese ideario era impugnado de manera ostensible en Europa y América.

Proponía por lo tanto una revisión de la historia nacional orientada en principio a "reestablecer el vínculo con la tradición hispánica". Acto seguido juzgaba una "consecuencia natural" de ese intento la "exaltación de Rosas" como forma de "restauración de los valores menospreciados" por el régimen vencedor en el siglo XIX y su catálogo de ídolos y réprobos.

"Rosas representa el honor, la unidad, la independencia de la patria -escribió-. Si después del (18)53 seguimos siendo una nación, a Rosas se lo debemos, a la unión que se remachó durante su dictadura y que la ulterior tentativa secesionista no logró quebrar".

LA PLATAFORMA

Esa iba a ser la plataforma de la obra posterior de Palacio, y de los demás autores revisionistas. Más vehemente que Carlos Ibarguren, menos erudito que Julio Irazusta, sin el carácter sistemático de José María Rosa o Vicente Sierra, Palacio condensó su aporte a la nueva corriente intelectual en el que sería el mejor de sus libros, la Historia de la Argentina que publicó en 1954 ante una gran repercusión pública y de ventas. Manuel Gálvez entre tantos otros encomió ese trabajo por su "elegante prosa, constante ironía y justiciero veneno".

En el prólogo a la primera edición, Palacio explicó que se proponía contar el "drama de un destino frustrado". "Nuestra historia -alegó-...no adolece tanto de lagunas de información, cuanto de fallas de interpretación. No se halla viciada por el desconocimiento de lo ocurrido, sino por su deliberada falsificación".

La obra era, por tanto, un completo balance interpretativo del pasado nacional a la luz del criterio revisionista. Esfuerzo que reconocía antecedentes extranjeros recientes en los trabajos de Jacques Bainville en Francia o Hilaire Belloc en Inglaterra. Dos autores con quienes Palacio compartía la visión ideológica nacionalista y la capacidad de combinar el análisis afilado con una narración amena.

Por sobre todas las cosas, la Historia de la Argentina de Palacio es un libro bien escrito. Lo demuestra ya desde el primer párrafo, que remonta el origen del país al descubrimiento y conquista del territorio americano.

Leamos: "La España que descubrió América era una nación desangrada y triunfante, hambrienta y segura de su destino. Liquidada su lucha de siete siglos con el invasor, reconocía en el desenlace el dedo de la Providencia que la consagraba como paladín de la Cristiandad y se hallaba dispuesta a cualquier empresa osada. La urgía el hábito adquirido del riesgo y la gloria. Que estaba, por cierto, en los aires del tiempo; pero en ninguna parte como en aquellas tierras ásperas donde multitud de campeadores sin fortuna sentían palpitar en sus flancos el llamado del hierro vacante".

TALENTO LITERARIO

Nadie ha negado nunca el talento literario de Palacio. Lo que no puede decirse de sus conclusiones, más discutidas porque se orientaron siempre a polemizar con la historia oficial consagrada en el siglo XIX, la de Bartolomé Mitre y Vicente López. En ese terreno Palacio conjuga lucidez y vehemencia. Es certero y arbitrario. No calla, por caso, la influencia constante de la masonería, "sin cuya acción oculta y tesonera muchos acontecimientos históricos resultarían inexplicables". Destaca la "paciencia y prolijidad de araña" de Inglaterra para subvertir y dominar a las colonias españolas. Y en todo momento reivindica a la España imperial acosada por ingleses, franceses y portugueses. "Somos la continuación de España en América y la patria empieza con la conquista -asegura-. A esa empresa de siglos debemos el ser".

Palacio hace su propia distribución de ídolos y réprobos. Rivadavia está entre los segundos por su política antifederal y su ingenua confianza en el ideario de las Luces. Junto a él aparecen Lavalle, de quien rescata sus "juveniles laureles", y Urquiza, a quien veía condiciones de buen capitán pero inclinado a caer "en las redes de los doctores del unitarismo...maestros en la tergiversación y en la intriga". Otras de sus bestias negras son Mitre y Sarmiento, de quienes insinúa que eran meros instrumentos de las grandes logias masónicas.

En su panteón figuran Dorrego, Artigas ("el campeador a quien le corresponde sin disputa el título de fundador de nuestro federalismo republicano") y, desde luego, Rosas. Palacio elogia en el Restaurador de las Leyes su esfuerzo por "conciliar dos términos aparentemente contradictorios -la autonomía con la unidad-...venciendo obstáculos que a cualquier otro habríanle resultado insalvables: recelos e intrigas internas, calumnia sistemática, resistencia armada, intervención extranjera".

Si para lograr ese objetivo fue duro en exceso Palacio lo justifica en virtud de que Rosas era "el único que dominaba la totalidad de las circunstancias, tanto por su situación como por su comprensión excepcional de la realidad concreta".

La contienda posterior entre unitarios y federales, que dividió al país y que de algún modo lo sigue dividiendo, Palacio la analiza con el afán de hacer justicia a los segundos, el bando perdedor. El sentido del federalismo, aclara, "no era barbarie, sino tradición...Tradición de libertades comunales y de inspiración hispánica y católica a que los pueblos obedecían".

Los unitarios, en cambio, eran la minoría pero "se creían propietarios de una panacea y depositarios exclusivos de la civilización, lo que les comunicaba un ardor de fanáticos...Esa fe absoluta en una especie de paraíso mahometano en la tierra a base de comercio libre, prosperidad y "filosofía" explica toda su acción".

Que al final triunfara la minoría Palacio lo atribuía a la circunstancia "de que la generación organizadora estuviese constituida por hombres de letras...es decir, gente capaz de defender sus principios con elocuencia y adornarlos con una mitología seductora". A partir de 1852 el rosismo habría de convertirse en un tabú, "una especie de culto secreto" reducido a la intimidad de los hogares, aunque cada tanto afloraría, como en las rebeliones de la montonera de Felipe Varela y el Chacho Peñaloza, o en los orígenes del partido Radical, acaudillado por Leandro N. Alem, hijo de un mazorquero, y su sobrino, el presidente Hipólito Yrigoyen.

Palacio cerraba la primera edición de su historia en 1938, si bien en ediciones posteriores extendió el relato de modo somero hasta el derrocamiento de Perón, en 1955. De hecho, Palacio fue legislador peronista entre 1946 y 1952 y presidió la Comisión Nacional de Cultura, simpatizante como era del nuevo movimiento en el que veía encarnadas muchas de las ideas que había defendido en sus libros.

A la par de ese compromiso político, su obra se eclipsó. Palacio no volvió a escribir nada tan leído o tan influyente como la Historia de la Argentina. Y su firma, que había sido de las más requeridas en la primera mitad del siglo, cayó en el olvido. Al momento de su muerte en 1979 pocos recordaban aquel prestigio ni las polémicas en las que había estado envuelto. El esplendor de su prosa merecía, merece aún, otra suerte.