Literatura y cocina como variantes de la creación
La mano de Marguerite Yourcenar
Por Sonia Montecino y Michle Sarde
Del Nuevo Extremo. 171 páginas
"El pan era la baguette francesa, recubierta a veces de animalitos de mantequilla (conejos, ardillas) que había fabricado en moldes de madera". Así relata Joan Howard una de las tantas comidas que compartió con la escritora francesa Marguerite Yourcenar en su casa de Estados Unidos, a la que llamaba Petite Plaisance.
Este recuerdo grafica muy bien la preocupación de Yourcenar, en el sentido de que cocinar no es sólo un placer en sí mismo, sino que el compartir y servir una comida implica preocupación por los demás, familia, amigos y, en definitiva, amor.
Michle Sarde y Sonia Montecino son las coautoras de La mano de Marguerite Yourcenar que se lee en distintos niveles. Por una parte, entrega el libro las recetas de la escritora francesa. Pero también representa un estudio acerca de ese recetario y sus hábitos y ética alimentaria, de su cotidianeidad, al tiempo que se preocupa de trazar conexiones entre la obra de Yourcenar y sus propias creencias alimenticias, en particular los nexos con su novela Memorias de Adriano.
Al respecto Sarde propone que muchas de las palabras que Yourcenar pone en boca de Adriano en relación con el comer son en realidad de la propia escritora.
En un breve prólogo Montecino y Sarde plantean: "La mano...ha sido sinónimo de la habilidad femenina y su don de transformar lo crudo en cocido". Se puede leer aquello literalmente: tomar ingredientes y transformarlos en una comida, como se hace al amasar y hornear el pan, por ejemplo. Pero también hay ahí una metáfora: la mano que escribe toma las palabras y la "cocina": crea una obra, ya sea literaria, ensayística, crítica. Las autoras remarcan que esta increíble mujer habita los espacios cotidianos y también los intelectuales, de tal manera que puede manejar el lenguaje y la cocina al mismo tiempo: "Con la misma mano que se escribe, se amasa el pan todos los días".
Esta mujer que ha recorrido medio mundo, que vivió intensamente en Capri, en Maine o en París, amó las letras tanto como los fuegos de sus cocinas.