Las lecciones del maestro

Un recorrido por el universo literario de Adolfo Bioy Casares, a cien años de su nacimiento. El creador de "La invención de Morel" era un defensor del estilo llano y las tramas razonadas. Aborrecía la intensidad y toda forma de barroquismo. Su máxima aspiración era sorprender y agradar a los lectores.

Es el tercero en la tríada maravillosa de la literatura argentina, que siempre se enumera de este modo: Borges, Cortázar y Bioy Casares. El tercero: privado de la genialidad del primero, huérfano del carisma revolucionario del segundo, pero autor de cuentos y novelas perfectas, tal vez demasiado perfectas. Un escritor para escritores.

A cien años de su nacimiento, el 15 de septiembre de 1914, Adolfo Bioy Casares ocupa un sitial de privilegio en las letras nacionales. Pero no siempre fue así. El reconocimiento que suele traer la fama le llegó tarde. Sólo a partir del premio Cervantes que obtuvo en 1990 (cuando tenía ya 76 años), Bioy se hizo famoso y reconocido. Hasta ese momento había permanecido como a la sombra, opacado ante el gran público por Borges, el genio, que también era su amigo y cómplice, maestro y, acaso, discípulo.
Su obra fue entonces redescubierta por los grandes medios y por cierta crítica.

Se multiplicaron las entrevistas en diarios, en revistas y en la televisión. A lo largo de casi una década hasta su muerte en 1999, el rostro de Bioy, su aspecto frágil, su cortesía de tímido, su humor inglés y su éxito legendario con las mujeres se hicieron moneda corriente. Al fin veía la luz ese otro gran tesoro literario que durante demasiado tiempo había permanecido oculto.

Por esa época algunas encuestas entre escritores argentinos coincidían en otorgar a El sueño de los héroes (publicada en 1954) el título de mejor novela nacional de la historia. De pronto, Bioy inspiraba a todos: periodistas, cineastas, músicos (hasta Fito Páez hizo de entrevistador suyo en 1996) y a sus propios colegas. Mario Vargas Llosa llegó a dar un curso sobre él y Borges en la Universidad de Princeton, pero la obra que más destacaba era la de Bioy, el apellido de moda.

Hoy ese tiempo pasó. Adolfo Bioy Casares no está ya de moda, pero es un escritor presente. Lo es en su obra clásica que se reedita de manera constante (el grupo Planeta publicó dos nuevas colecciones de sus libros con motivo del centenario) y en los volúmenes que fueron surgiendo al fin de su vida o después de su muerte (De jardines ajenos, Descanso de caminantes), hasta la llegada del monumental Borges, aparecido en 2006, diario de casi 1.600 páginas de su amistad con el prócer, y también un catálogo de sus genialidades y bajezas compartidas.

EL OFICIO DE CONTAR

En una vida creativa tan vasta y diversa, una faceta sigue resultando particularmente cautivante: la del Bioy que reflexiona sobre la creación literaria, el oficio de narrar, la artesanía de la palabra. Es así que, tal como sucedió con su admirado Henry James, podría componerse un generoso tomo con las observaciones que esparció en sus obras de ficción y, con más detenimiento, en sus diarios y cuadernos y en los varios libros de entrevistas a las que se prestó con generosidad.

De ellos emerge aquel firme defensor de las tramas y de la ""literatura deliberada"", que en realidad fue converso que de joven proclamaba la libertad anárquica del surrealismo hasta que se cruzó con Borges y, tras una memorable discusión nocturna que creía haber ganado, se pasó de bando. A partir de entonces entendió que escribir es resolver problemas y que por lo tanto, según le contó a Fernando Sorrentino en Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares, debía "ordenar mi escritura de tal manera que todo mirara para un mismo lado y facilitara la lectura; que llegara al lector, que lo entretuviera, que lo descaminara un poquito...que lo sorprendiera un poco pero que él pudiera decir: "Esperaba tal cosa, pero pude haber previsto tal otra".

Las virtudes cardinales del escritor que nació aquella noche iban a ser la sencillez, el estilo liso, la transparencia narrativa. Aborrecía la intensidad y toda forma de barroquismo. Prefería Lope a Quevedo, Voltaire a Gibbon, Chéjov a Dostoievsky. Decía que uno de sus grandes maestros era el portugués José María Ea de Queiroz, a quien admiraba por el "ambiente grato" que creaba en sus novelas, y descubría afinidades con un contemporáneo como Marco Denevi porque escribía en un estilo que le parecía "lleno de esa fineza, de esa cortesía, que hacen que la lectura sea agradabilísima" (Siete conversaciones...).

SECRETOS DE AUTOR

Ese escritor que produjo seis desdeñables primeros libros que consideraba obra de un "estúpido" y que después lamentó haber hecho su aprendizaje "a costa de los lectores", no se guardaba sus secretos. En Conversaciones con Adolfo Bioy Casares confió a Noemí Ulla la conveniencia de no iniciar una historia con sus antecedentes, sino "empezar pronto y tal vez con una primera frase no demasiado corta, como si fuera una especie de lazo que lleve al lector hacia adentro".

Sugería crear personajes "reconocibles uno del otro" y respetar las unidades dramáticas porque "cuanto más comprimido sea todo, más fuerza tiene el relato". Consideraba útil la práctica de la traducción porque traducir "es escribir con toda la atención". Y reconocía que gracias a Hemingway había aprendido la eficacia de narrar a partir de diálogos.

"En el diálogo -explicó a Ulla- las personas dicen cómo es el asunto, y lo dicen con palabras de todos los días, que permiten imaginar las cosas, no hay ese escudo de vanidad que de algún modo interrumpe el fluir del relato y la eficacia de lo que se está contando".

El gran caballero de las letras argentinas que alguna vez barajó la posibilidad de redactar un "arte de escribir", también podría haber compuesto un "arte de leer", volumen que, sin dudas, habría tenido como idea rectora la independencia de criterio. Nunca fue Bioy un seguidor de modas literarias. No lo fue como escritor y tampoco como lector. Una reacción casi instintiva le impedía imitar el comportamiento de manada literaria en el que incurrían -y siguen incurriendo- muchos de sus colegas.

"Me parece -le comentó a Ulla- que uno tiene que ser respetuoso de su propio criterio, y desarrollarlo. ¿Qué somos los escritores? ¿Por qué vamos a ofrecer nuestros libros y ser eco de todos los movimientos que hay? ¡Entonces son libros de corderos, de ovejas! Un escritor es, precisamente, lo contrario de eso. No he querido participar en esos movimientos donde uno debe estar a favor o en contra por el hecho de que una obra esté de moda". 

La selección de sus cuadernos personales editada en 2001 con el título de Descanso de caminantes, guarda numerosas pruebas de esa libertad de juicio. Que a veces también rebosaba de malicia. Así, en una anotación de principios de 1988, escribió que hay dos grupos de personas a la hora de juzgar a los escritores contemporáneos.

"Los que espontáneamente se agregan al abrigo del consenso...y los que juzgan por su criterio. Están en el primer grupo los que admiran a Roberto Arlt, a Quiroga, a Molinari, a Marechal, a Dylan Thomas, a Breton, a Sade, a Restif de la Bretonne, a Scott Fitzgerald, ¿a Brecht?, los que admiraron a Mallea y ahora lo ignoran; los que abominaron de Borges y ahora lo admiran; los que me ignoraron y ahora me toman en cuenta". No faltaba agregar en cuál grupo estaba Bioy.

A más de un cuarto de siglo de esa anotación, la obra de Adolfo Bioy Casares sigue libre de la influencia de modas y vanidades. El centenario del nacimiento de su creador es, por lo tanto, una buena excusa para internarse en ella y descubrir algo de lo mejor que puede ofrecer la literatura cuando se la practica con inteligencia, lucidez y probidad.