La histórica asamblea fue uno de los principales acontecimientos del siglo XX y dejó una huella profunda en la Iglesia
Se cumplen 50 años del Concilio Vaticano II
Juan XXIII buscaba una puesta al día de la Iglesia frente a un mundo cambiante, expresar la fe con nuevo lenguaje y nuevos ritos. Los cambios abarcaron desde la liturgia al acento puesto en el ecumenismo y la libertad religiosa.
El domingo 25 de enero de 1959, apenas tres meses después de su elección como pontífice, Juan XXIII se levantó muy temprano y rezó como de costumbre. Sólo que, ese día, después de celebrar la Santa Misa, “se quedó de rodillas más de lo habitual”.
Su secretario privado, monseñor Loris Capovilla, describe ese día como normal. Lo único que le pareció fuera de lo común es que el pontífice no habló demasiado en el trayecto a la basílica de San Pablo Extramuros, a donde se dirigía para conmemorar la solemnidad de la conversión de San Pablo. Su recogimiento tenía una explicación: Juan XXIII, que había sido descripto como un papa “de transición” (tenía 76 años), se disponía a convocar un concilio ecuménico que llegaría a ser uno de los principales acontecimientos del siglo XX y dejaría una huella profunda en la Iglesia.
La noticia causó perplejidad a la Iglesia y al mundo entero. Sería el vigésimo primer concilio ecuménico y el primero en más de noventa años. Parte de la sorpresa se debía a que la idea del pontífice no tenía precedentes.
Los concilios previos -como recuerda el escritor George Weigel, biógrafo de Juan Pablo II- habían condenado
herejías, luchado contra cismas, establecido guías para la práctica sacramental, dictado credos, cánones o decretos doctrinales formales que proporcionaban “claves interpretativas” a su labor.
Juan XXIII quiso que su concilio fuera más pastoral y evangélico que jurídico y dogmático. Previó una conversación abierta de los obispos con la esperanza de crear “un nuevo Pentecostés”. Deseaba renovar la fe cristiana como forma de vida, entablar un diálogo con la modernidad, expresarse con nuevo lenguaje y nuevos ritos.
Hacer todo esto sin dotar a su labor de “claves” interpretativas fidedignas, dice Weigel, suponía un enorme riesgo.
EL NOMBRE
En realidad, la idea de un concilio no era algo tan inaudito para la Curia romana. Tanto Pio XI (1922-1939) como
Pío XII (1939-1958) habían pensado en continuar el Concilio Vaticano I, interrumpido por la entrada de las tropas piamontesas en Roma en septiembre de 1870. Pero en los ambientes teológicos y eclesiásticos se tenía la impresión de que los concilios universales se habían vuelto innecesarios desde la proclamación del dogma de la infalibilidad papal.
El papa Roncalli pronto comunicó que el nuevo concilio no sería continuación del anterior. Se llamaría Vaticano II.
Con el tiempo comenzó a dar más pistas. Contó que la idea le vino a la mente como “una inspiración sobrenatural”.
Su intención, dijo, era usar la medicina de la misericordia y no la condena, “abrir la ventana para que entre un poco de aire fresco”. La convocatoria fue justificada como “un necesario aggiornamento” (puesta al día) de la Iglesia en un mundo turbulento, que salía de dos conflictos bélicos mundiales y estaba en plena Guerra Fría (la crisis de los misiles se produciría en pleno concilio).
Weigel señala la paradoja de que en muchos centros intelectuales y científicos destacados, el mundo moderno al que la Iglesia proponía abrirse estaba cerrando simultáneamente sus propias ventanas ante cualquier idea de la trascendencia.
La preparación del concilio demandó en total tres años y medio de consultas con los obispos para definir una
agenda. Juan XXIII esperaba una asamblea de corta duración. Incluso comentó su esperanza de terminar
antes de la Navidad de ese mismo año, habiendo aprobado unos pocos documentos por aclamación, asegura
Roberto De Mattei, profesor de Historia de la Iglesia y del Cristianismo en la Universidad Europea de Roma. “El
no buscaba una revolución”.
LA APERTURA
Aun así, en la víspera del concilio la atmósfera en Roma era eléctrica, cuenta el escritor Tad Szulc. Todo el mundo sabía que se avecinaban grandes cambios, incluso aquellos que los temían y se oponían a ellos, dice.
La solemne inauguración tuvo lugar el 11 de octubre de 1962. Envuelto en una pompa que pronto desaparecería,
el papa Juan XIII fue llevado en la “sedia gestatoria” a través de la basílica de San Pedro, donde el cardenal
Eugenie Tisserant celebró la Santa Misa de inicio del concilio.
El marco era imponente. La nave central de la basílica había tenido que ser acondicionada para acomodar en gradas a los más de 2.500 obispos y cardenales llegados desde 116 países. Era la asamblea eclesiástica
más numerosa de la historia.
Por primera vez fueron invitados observadores de otras iglesias y también intelectuales laicos. El concilio se extendió a lo largo de cuatro años, y se dividió en cuatro períodos (sesiones) desarrollados entre los meses
de septiembre y diciembre, en coincidencia con el otoño boreal.
Las intervenciones se sucedían en la basílica y los documentos eran sometidos a votación. Pero buena parte de la actividad real tenían lugar en otros lugares, donde los encuentros eran más informales. En años posteriores, afirma Weigel, algunos participantes adoptarían una actitud crítica al volver la vista atrás, hacia el modo en que
aquellas discusiones informales tendían a subordinar a los obispos a teólogos y eruditos bíblicos, que casi constituían (y según la propia opinión de algunos de ellos en efecto lo hacían) una autoridad doctrinal paralela en la Iglesia.
Weigel dice también que existe un relato corriente que presenta dos frentes de batalla identificados como “liberales” (o progresistas) buenos y “conservadores” malos. En ese relato, los primeros acaban por ganar pese a la intransigencia de los segundos.
El escritor señala las limitaciones de esa apreciación, pero admite que en parte es cierta. De hecho, muchas de las ideas que se difundieron en el concilio, aunque no todas fueron aprobadas, fueron vistas como revolucionarias, a tono con un mundo que se encaminaba al Mayo francés.
Juan XXIII no pudo ver terminado su sueño ya que murió en junio de 1963. La tarea fue continuada por su sucesor, Pablo VI. El Magisterio, al final, quedaría recogido en 16 documentos. Entre ellos hay cuatro constituciones, tres declaraciones y nueve decretos. Los cuatro primeros -entre ellos los más significativos- son: Lumen Gentium, que proclamó a la Iglesia como pueblo de Dios; Dei Verbum, sobre la revelación Divina; Gaudium et Spes, que marca el pasaje de una Iglesia encerrada en sí misma a una libre y sin teocracias, que se abre al mundo; y Sacrosanctum Concilium”, que cambió la liturgia, relegando la rica misa en latín, celebrada hasta entonces de frente a Dios (no de espaldas a los fieles, como se insiste), y propiciando las lenguas vernáculas.
Entre las declaraciones aprobadas se destacan dos que marcarían un cambio significativo: Dignitatis Humanae, sobre la libertad religiosa, y Nostra Aetate, que puso en marcha un nuevo diálogo con las religiones no cristianas y, sobre todo, con los judíos al cancelar la acusación histórica de deicidio. También el acento puesto en el ecumenismo y la colegialidad marcarían un giro para la Iglesia.
Pablo VI clausuró el concilio el 8 diciembre de 1965 pero aún hoy, a 50 años de su apertura, continúa siendo objeto de intenso debate su interpretación.