En el mundo actual, el concepto de crimen organizado (que en lugar destacado engloba al narcotráfico) necesariamente alude a procesos de acumulación inevitablemente transnacionales, más allá o más acá de las características que adquieran las formas de explicitación locales de uno o varios aspectos del fenómeno.
¿Pensaba tal vez en algo de esto Cristina cuando, en la Cumbre del G-20, abogó por el logro de “una regulación más estricta del movimiento de fondos especulativos”, especialmente de los más sofisticados, como los derivados, que contribuyeron a inflar la última burbuja subprime? ¿O su postura se circunscribe a la búsqueda de caminos de mayor control de carácter exclusivamente financiero?
Es verdad que hay una línea de razonamiento que apunta a difundir la idea del prohibicionismo y de la lucha frontal (incluso militar, si se trata de las FARC o de similares variantes de narcoestados o formaciones belicistas a su servicio), contrastando con las tesis de quienes sostienen que la legalización del consumo de ese tipo de sustancias sería el único camino para abatir de modo duradero a los carteles internacionales.
Mientras, por ejemplo, EE.UU., China y Suecia, despliegan estrategias acordes con el camino descripto en primer término, no pocos países europeos y latinoamericanos avanzan por la senda de una progresiva legalización del consumo de estas sustancias. Sin ir más lejos, hace pocos días, una asesora directa del Jefe de Gabinete de nuestro país, Aníbal Fernández, la doctora Mónica Cuñarro, abogó –en línea con el razonamiento del cortesano Eugenio Zaffaroni- por el abandono de la visión que considera al adicto como posible traficante. ¿En cualquier caso?
Por añadidura, el más que necesario debate conceptual en torno de estos asuntos, acaba de recibir aportes que no se deberían dejar pasar alegremente.
En la misma semana en que el Observatorio Argentino de Drogas (que opera para la SEDRONAR, órgano oficial) reveló que la justicia local casi en términos absolutos desestima causas sobre tenencia de estupefacientes (muchas veces por considerar que la marihuana ‘no sería una sustancia adictiva’) y que los curas villeros alertasen sobre la elevada dosis de ausencia del Estado en las zonas más pobres donde prolifera el paco, las crónicas policiales registraron el decomiso, por etapas, en los puertos de Santos y de Buenos Aires, con pocos días de diferencia, de un total de 3.349 kilos de cocaína. ¿Cómo ingresaron, primero, a parte del resto de nuestro territorio materias primas que se producen en el exterior? Se ha dicho que la colaboración internacional fue decisiva para el desbaratamiento de sólo un eslabón, o dos, de esta cadena del crimen organizado. ¿Y entonces?
Las atinadas demandas presidenciales en torno de ciertos movimientos dinerarios, es cierto, aún aguardan aquí definiciones políticas y judiciales que ahora proyectan más dudas que certezas en orden al lavado de dinero y al esclarecimiento de la cadena del sucio negocio descripto. Este ameritaría políticas de prevención y de asistencia a los adictos, sin desligar a estos de sus obligaciones ciudadanas, por ejemplo las de denunciar a quienes conforman la red de comercialización de lo prohibido. ¿O debemos perseguir solo al “truchaje” de La Salada?
Para cerrar, hace escasos días, se conoció una opinión controvertida de un experto extranjero en temas de narcotráfico (alguien que relevó zonas marginales en Capital y el conurbano) llegando a una peligrosa conclusión, según la cual no habría aquí “zares millonarios de la droga al estilo México o Colombia, sino pymes ilegales” con destino al montaje de negocios de escaso relieve como “la venta de empanadas, de ropa en ciertos puestos o ferias o bien la explotación de remises o taxis”. ¿Las narcopymes quedan solo en eso, sin hiperacumulación a escala de un creciente narcopoder transnacional? La respuesta es de puro sentido común.