TEJIDO DEL MUNDO

Bodas de conveniencia

El diccionario, además de ser la enumeración ordenada por orden alfabético de las voces de un idioma con sus definiciones, y como si ello no fuera suficiente y bastante, es una expresión, un alarde científico y artístico del arte y la ciencia de esa síntesis que puede decirlo y revelarlo todo con un sustantivo, un adjetivo, un verbo iluminadores.

Un vocablo preciso, terminante y determinante e insustituible es braguetazo, cuya primera acepción nos exime de explicaciones y especificaciones: casamiento de un hombre pobre con una mujer rica, con fines crematísticos. Este acto de evidente intención utilitaria, de palmario propósito codicioso -puede ser definido así dado que quien incurre en él es un logrero vacunado contra todos los romanticismos-, lleva a muy humanas reflexiones y a muy sesudas conclusiones. El omnipotente Registro Civil certificador y el altar espiritualizador son una cosa, y la vida otra, tan distintos como la claridad del día y la oscuridad de la noche. El poeta Menandro advertía a los atenienses con palabras que entrañaban su devoción por la libertad: ``Si fueres pobre y casares con mujer rica, no digas que tomas esposa sino que te entregas a la esclavitud'' (Pensamientos, XXVIII). Por cierto que esta admonición del restallante satírico griego fue expresada 350 años a.C., y que desde aquel tiempo en que la refinada mentalidad helénica inventó la filosofía y cultivó la destreza del razonamiento hasta el actual, mujeres, hombres, matrimonio, intereses y hábitos (incluyendo rutinas y aquerenciamientos) han cambiado a semejanza del cambio experimentado por la sociedad, aunque algunos inhumanos aspectos humanos sean los mismos: el egoísmo, la maldad, los pecados, las supuestas virtudes, el vicio y la multicolor naturaleza humana en todas sus dimensiones. La memorable y honorable Declaración de los Derechos del Hombre de 1789, con la que se pretendió inaugurar una nueva sociedad, afirma que ``todos los hombres nacieron libres'', pero un observador (quizás un misógino), al que el humor había fecundado el concepto que tenía de los seres y de las cosas, pidió un novísimo inciso para la trascendental Declaración: ``Todos los hombres nacieron libres, y lo son hasta que desposan con una mujer rica''. Ya se ve que dar el braguetazo es una cuestión susceptible de entrelazarse con los delicados tornasoles de la variada condición humana. Para un moralista, las llamadas en las comedias del fénix Lope de Vega ``bodas de oportunidad'' eran un antiguo ideal (debiera decir más bien una aspiración) de vagos y rufianes sin oficio conocido, y el que lo conseguía pasaba a ser un victorioso bragueteador al que los compinches de la pandilla aclamaban en la taberna entre brindis de aguardiente y chatos de manzanilla. La conclusión del presente Tejido ha de ser apenas provisional, porque el especulativo braguetazo es una pieza de muchas yardas, para decirlo al modo que llaman los ingleses las piezas de casimires. Una tela que da para muy diversas confecciones: el traje del hombre cazadotes, el vestido de la mujer que va tras la conveniencia y seguridad y el mismo uniforme de marinero con birrete del niño que quiere equipararse a sus condiscípulos del colegio. Las bodas de beneficio (llamémoslas al fin así) tienen repartida su práctica en ambos sexos, pero el estigma ha recaído más en el varón, acaso por el tabú de la perspectiva de ``vivir a costa de las mujeres'' en la cultura masculina. La creciente nivelación de roles y derechos entre hombres y mujeres lleva a reconocer el correlativo braguetazo femenino. En el Museo Dupuytren de los horrores matrimoniales hay tantos crápulas seductores de señoritas de provincia como bellas y ambiciosas jovencitas enlazadas con proyectos financistas que caminan ya con los pasos cortitos y los pies separados.