En el Colón, el extraordinario músico celebró cincuenta años de actividad

La apoteosis de Daniel Barenboim

El pianista y director argentino volvió al país para recordar el medio transcurrido desde su primer concierto, cuando era aún un niño. La sala de la calle Libertad se vio repleta, con un único palco semivacío: el de la secretaría de Cultura porteña. Rumores sobre Sergio Renán.

Ficha técnica: Mozart: Sonata en do mayor, K. 330; Beethoven: Sonata N° 23 en fa menor, opus 57, `Appassionata'; Albéniz: Primer y Segundo Cuaderno de `Iberia'. Daniel Barenboim, piano. En el teatro Colón, en el ciclo del Mozarteum Argentino. El recital se repite hoy, a las 20.30. Sintetizar en este espacio lo que ocurrió el jueves en el Colón no parece en verdad tarea fácil. Porque el recital que ofreció Daniel Barenboim lo tuvo todo. Encantadora nostalgia. Un formidable fuego artístico. Maravillosa técnica. Estilo. Emoción. Un toque de mágica gracia. Y también la actitud participativa del público, que para testimoniar su homenaje terminó coreando el "cumpleaños feliz", a fin de celebrar los cincuenta años de la primera audición que nuestro compatriota ofreció en público, en Buenos Aires, cuando sólo tenía siete. Fue en esa oportunidad cuando tuvo inicio (en la sala Belle, en la calle Maipú) una carrera verdaderamente formidable, que convirtió a Barenboim en uno de los más grandes pianistas del mundo (para muchos, el mejor). Lo cierto es que formado musicalmente entre nosotros, Barenboim resignó la totalidad de sus redituables compromisos en los festivales del verano europeo, a fin de retornar ahora a la Argentina, en definitiva su país (donde nacieron él y sus padres), y lo hizo con ademán evocativo, pero al mismo tiempo raigal, después de tantas décadas de residencia en Israel, en París, en Londres, en Berlín y en Chicago. UN PALCO SEMIVACIO Su "rentrée", fruto de un pedido que él mismo le hiciera a Jeannette Arata de Erize, resultó decididamente apoteósica. Ante una sala absolutamente repleta (el único palco semivacío fue precisamente el de la secretaría de Cultura), con mucha gente joven ubicada incluso en el escenario, Barenboim hizo emplazar el flamante Steinway del Colón en la parte delantera del proscenio, sobre el foso, y apareció de pronto, vestido con un austero traje negro, sobre un lienzo de fondo del mismo tono, con el marco del telón apenas entreabierto. Lo recibió una fervorosa ovación, como si se tratara de la afectuosa acogida que se tributa al hijo ausente, y a partir de allí se desarrolló una velada musical, organizada por el Mozarteum Argentino, que por su categoría superlativa, quedará inscripta sin duda en los anales de nuestra historia artística. Parafraseando a Aristóteles, bien podría decirse que Daniel Barenboim, como lo volvió a demostrar en esta ocasión, es un genuino animal musical. Siente profundamente lo que toca y lo disfruta, está dotado de un mecanismo técnico de increíble perfección, y posee un élan incoercible y contagioso. Sus "rubati", sus texturas dinámicas y la esbeltez de su fraseo, junto con la claridad impecable de su articulación, se suman a una suerte de don sagrado en la pulsación, que convierte virtualmente a cada nota en un mensaje expresivo. CON TODO DE MEMORIA Por supuesto: ejecuta todo de memoria, con comunicativa convicción y una exquisita diafanidad, y hasta es posible afirmar que su excepcional talento re-creativo embellece las diversas partituras que caen en sus manos, ya sea a través del más delicado modo (Mozart), de una concentrada potencia pasional (Beethoven) o de un colorido impresionista propio de la paleta de un pintor (Albéniz). El arte de sus pianíssimos, con su asombrosa gama de matices, la depurada integración de los silencios al discurso musical y la flexibilidad sobresaliente de las gradaciones e inflexiones, fueron otras de las características de este recital memorable. El contagioso clima de devoción musical que se produjo en la sala, hizo que una vez concluido su programa, el discípulo de Nadia Boulanger, de Igor Markevitch y Edwin Fischer mantuviera cierto diálogo con el público y ejecutara nada menos que nueve bises (entre los que no figuró ninguna página de jazz ni de tango, pero sí una delicada pieza de Scarlatti, que formó parte de la recordada presentación de aquel 19 de agosto de 1950). Hasta que finalmente el mismo artis